Todos perdimos. El cine que gracias a su mano hubiera podido ser y no fue. La literatura porque en la historia del celuloide hay pocos cineastas que hayan logrado igualar o superar con sus adaptaciones la obra escrita (lo que por fuerza el celuloide plasma, queda libre y sujeto a la imaginación en el lector y ese trecho, el que va de lo real a lo imaginado, acaso explique los fracasos de muchas intentonas). También se perdió la mirada de uno de los críticos cinematográficos europeos más perspicaces y, por supuesto y ante todo, perdimos los espectadores que nos quedamos solos ante una pantalla en blanco.
Lector empedernido
Lector empedernido, contaba que se inició en los libros muy pronto gracias a los terribles dolores de cabeza de su madre que le obligaban a él a no hacer ningún tipo de ruido y a permanecer en silencio horas enteras, Truffaut se volcó en la literatura para soportar una infancia sin afecto de la que siempre guardó un ácido recuerdo.
Pronto descubrirá que es hijo de padre desconocido pues el hombre al que cree su padre, cuyo apellido lleva, se casó con su madre cuando él ya contaba dos años. “La infancia es una pesadilla que uno desea que se esfume lo más rápido posible. No entiendo la sublimación de esa época, que al menos en mi caso en muchos momentos supuso una auténtica tortura”, escribió.
Paradójica visión por cuanto el primer gran bombazo en la obra del francés derrochaba ternura y comprensión hacia el mundo de los más pequeños. Con Los cuatrocientos golpes, ese viaje de un chaval hacia el mar que no conoce, revolucionó el cine que en Europa se estaba haciendo para hacer subir la espuma de aquella ola nueva (La nouvelle vague) que acabaría por empaparnos a todos.
La adolescencia y los años previos a esta complicada fase de la existencia; la amistad y sus recovecos; el destino como algo difícilmente modificable; la búsqueda a ratos desesperada de la felicidad contemplada no como otra cosa más que un estado fugaz, cuando no inalcanzable, y el amor, claro, siempre el amor con sus caras diversas, son temas que una vez y otra Truffaut vehicula a través de un cine que tiene uno ojo siempre puesto en la literatura. De hecho, más de la mitad de sus películas son adaptaciones de obras ya publicadas.
Hacia la serenidad
A su modo viajó de la ira a la serenidad. Arrancó ese trayecto como implacable crítico que a través de sus artículos en la mítica revista Cahiers du Cinéma no deja títere con cabeza y arremete sin miramientos contra la académica forma de hacer cine que en aquellos momentos se lleva en Francia. En aquellas páginas coincide con Claude Chabrol, Rivette, Godard o Eric Rohmer, críticos también y tan transgresores como él que acabarán por dirigir para plasmar sus teorías rompedoras.
Nace y crece así la “nouvelle vague”, un movimiento que, desde Francia, revoluciona la forma de contar que hasta entonces las pantallas habían contemplado. Defensa del cine de autor, miradas muy personales contrapuestas a la industria de consumo que Hollywood exportaba.
Tiene Truffaut 25 años en 1957 cuando se casa con la hija de un importante distribuidor y con la ayuda de su suegro pone en marcha Les films du carrose, productora propia que le permite dar salida a sus primeras obras. Como queda dicho, el viento sopla a favor y Los 400 golpes, su primera apuesta, sorprende y se gana al gran público siendo incluso nominada al Oscar al mejor guión.
Tirad sobre el pianista, su segunda propuesta, constituye un solapado homenaje Alfred Hitchcock, al que siempre consideró como uno de sus referentes y al que dedicaría un libro que pasa hoy por ser un auténtico tratado sobre la teoría del mejor cine.
A película por año
Rápido y meticuloso al tiempo, Truffaut sale a película por año. Con Jules et Jim levanta uno de los iconos del cine de culto. Con La piel suave da una lección de sutileza que repetirá en La piel dura. Con Fahrenheit 451 exprime lo mejor de la clarividente obra de Ray Bradbury y nos muestra sin velos su pasión por los libros.
Llegará después La novia vestía de negro; El niño salvaje; Las dos inglesas y el amor; La historia de Adela H, en la que rescata a la hija de Victor Hugo; El último metro, que cuenta las peripecias de una pequeña compañía francesa de teatro que malvive durante la ocupación nazi, La noche americana (la magia del cine vista desde el cine) o La habitación verde, en la que el propio director se coloca delante de la cámara en la piel de un periodista obsesionado con la muerte.
Nunca rehuyó lo autobiográfico y a lo largo de los años fueron intercalándose El amor a los 20 años, Besos robados, Domicilio conyugal… en las que de un modo más sereno cada vez hunde las manos en su propia existencia y rescata trozos de una vida que le permitió levantar una filmografía deslumbrante.
Sin volverle la espalda a ninguno de los ámbitos relacionados con el cine, Truffaut fue también actor y aunque se reservó papeles de envergadura en sus propias películas, sólo intervino como tal en un proyecto de otro autor, siendo dirigido por Spielberg en Encuentros en la tercera fase.
Genio y figura
Con los años dulcificó su insolencia inicial aunque ya muy andada la vida, en 1973, se enemistó seriamente con Godard que le llamó embustero y traidor ante la negativa a prestarle dinero para uno de los proyectos, Truffaut zanjó el tema con violencia al responderle: “no quiero echar a perder la preparación de tu próxima película autobiográfica, cuyo título creo saber: Una mierda es una mierda”.
Genio y figura de quien nunca se movió en las medias tintas. De quien se fue demasiado pronto, hace ahora 25 años, habiendo amado el cine de un modo visceral. Aquel que dejó escrito: “Los cineastas nos contarán cuanto les ha pasado: podrá ser la historia de su primer amor o del más reciente, su toma de postura política, una crónica de viaje, una enfermedad, su servicio militar, su boda, las pasadas vacaciones, y eso gustará porque será algo verdadero y nuevo… la película del mañana será un acto de amor”.
De quien a través de su forma de ver nos adentró en toda esa, su irrepetible, magia.