La sacudida a veces podía resultar de una intensidad más que notable. “No descubrí mi sexualidad con un compañero de colegio, tampoco con un amor de verano. Descubrí mi sexualidad con Kurt Russell en Golpe en la pequeña China”. Así empieza el reciente ensayo autobiográfico Cine Crush de Popy Blasco (Madrid, 1978), un divertido y muy personal repaso a actores de todas las épocas que desde el Clark Gable de Lo que el viento se llevó al Adam Driver de Annette se han convertido de forma involuntaria en mitos homoeróticos para chavales de todo el planeta.
Ya lo aclara el autor en las primeras páginas: no hay mayor caldo de cultivo para la fantasía erótica gay que los machos alfa que pueblan tantas cintas policiacas y bélicas, de superhéroes y vampiros, de boxeo o terror. “Mientras mis amigos del colegio encontraban ídolos y referentes de masculinidad tóxica a los que aspirar, yo veía amantes; antebrazos peludos y venosos, bíceps que explotaban mangas, poderosos pechos velludos o depilados, daba igual; cuellos tan anchos como la cabeza de sus portadores, sudor sexual”. Casi de cada actor nos detalla qué atributos luce y en qué películas. En esa mezcla de guasa y erudición recuerda a ¡Desnudas!, la guía de consulta que en 1996 publicó Hernán Migoya reseñando qué partes concretas de la anatomía de centenares de actrices pueden apreciarse y en qué películas.
Blasco deja al margen las películas de temática LGTBIQ+ para poner el foco en los deseos que podemos llegar a volcar sobre cualquier obra ajena -a priori- a los gustos e intereses de este colectivo. Todo un filón para sacarle punta a clásicos del cine como Rebelde sin causa, La soga, Espartaco o Ben Hur. Dan mucho juego estas dos últimas y en general todo el cine épico ambientado en la Antigüedad, lo que solemos llamar Peplum. Casi tanto como Robin Hood y sus mallas verdes o Tarzán y su taparrabos (“si a estas alturas no han hecho un Tarzán nudista y realista, puede que se deba a que su miembro adquiriría tal vez mayor protagonismo que la mona Chita”).
De los grandes del Hollywood clásico, Blasco se queda sin dudarlo con William Holden y Robert Mitchum; entre los europeos, Alain Delon (“su rostro casi es una broma de Dios”). Y entre los menos obvios, dos actores de series de los ochenta, John Larroquette, el fiscal de Juzgado de guardia (“era como esos taxistas en los que te fijas de pronto y piensas que ojalá te permitieran pagar la carrera en especias”) y Lorenzo Falcon Crest Lamas (“no hay película mala de Lamas si éste se quita la camisa”). Son estos solo unos pocos ejemplos porque Blasco tiene para todos: para los tipos de acción (los Van Damme, Seagal, Bruce Willis, Stallone y compañía), para los bailones tipo Travolta o Patrick Swayze, para los más intensos y prestigiosos que encabezan Al Pacino y Robert De Niro o para los ídolos más actuales, desde los ya talluditos Matthew McConaughey o Brad Pitt a los tocayos Ryan Reynolds y Ryan Gosling.
Y del deseo sexual que despertaron estos actores al deseo liberador e inconformista que proyectaron unas cuantas actrices en los años menos libres de la España del siglo XX, desde el final de la guerra civil hasta la muerte de Franco. Ese es El deseo femenino en el cine español, una obra de escritura colectiva y académica que recorre varios arquetipos (la mujer mística, la maternal, la patriota, la moderna…) y la filmografía de aquellas intérpretes cuya gestualidad y enorme talento desbordaron felizmente las pautas de contención del Régimen.
Ya lo avisó tempranamente, en 1946, en una conferencia en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, uno de los censores de la época. Francisco Ortiz Muñoz, que así se llamaba, alertó de que mostrar en pantalla el deseo femenino podía fomentar la imitación. Sus palabras exactas: “En toda Europa, millones de chicas se peinan, se visten, se arreglan el rostro, acompasan el pasito y hacen del ojo, y ponen cara de inteligentes o de atónitas, y se remilgan, y se achulan, y bambolean al estilo de la actriz que más creen que a su pergeño físico o a su propósito de embelesamiento conviene”.
Imaginamos a semejante meapilas sufriendo lo indecible si vio en el cine años después a la Aurora Bautista de La tía Tula, a la Analía Gadé de La vil seducción, a la Emma Penella de Fedra, a la Concha Velasco que se ponía pantalones para ser la chica yeyé en Historias de la televisión o a la Lola Flores que da rienda suelta a su cabellera, sus manos y los volantes de su vestido en cualquier baile de cualquiera de sus películas.
Merecida portada del volumen para Sara Montiel, la primera sex symbol del cine nacional, aquella que, como escribió Terenci Moix, consiguió, ella sola, llevar el erotismo al cine español… sin mostrar nada.
Admiten los coordinadores del volumen que las citadas y otras como Marisol, Geraldine Chaplin o Teresa Gimpera fueron “el resultado de una construcción patriarcal que necesitaba satisfacer los valores religiosos, morales y sociales del franquismo” pero con personalidad suficiente para ofrecer una alternativa, para expresar un deseo que era al mismo tiempo una búsqueda de otras maneras de ser y vivir.
El libro se detiene justo antes de que se estrenara La trastienda (1975) y con ella el primer desnudo integral, cortesía de María José Cantudo, que abriría la puerta al cine del destape. Tres años antes, en Estados Unidos, una película titulada Garganta profunda había conmocionado a la sociedad estadounidense que se tenía, hasta ese momento, que conformar con grabaciones de campamentos o playas nudistas si quería disfrutar de la visión en pantalla de cuerpos desnudos sin interrupción.
Garganta profunda
Por tanto, en este 2022 se cumple medio siglo del primer gran clásico de un género, el porno con trama argumental, composición de personajes y cierto afán de estilo, prácticamente desaparecido en tiempos de internet. Hablamos de un filme que convirtió a su protagonista, Linda Lovelace, en una actriz tan conocida como pudiera serlo la estrella más rutilante de la época. Para hacerse una idea del terremoto que supuso Garganta profunda baste recordar que pocos años antes se consideraban hitos de permisividad momentazos del cine comercial como un beso entre dos mujeres (La zorra, 1967), dos hombres (Domingo, maldito domingo, 1971) o una felación fingida (Charlie Bubbles, 1968).
En Cine para adultos (T&B Editores, 2007), Luis Miguel Carmona y Alex Basas hablan de Garganta profunda como el inicio de una edad de oro que empezaría a declinar a mediados de los ochenta con la irrupción del SIDA, siendo, no obstante, el negocio por entonces más rentable de Estados Unidos. Aquel 1972, Garganta profunda recaudó más que Cabaret (ganadora de ocho premios Óscar) y empezó a tomar forma el primer star-system pornográfico con Marilyn Chambers, Serena, Sharon Mitchell, Vanessa del Rio, John Holmes o Harry Reems. Este último fue, por cierto, el actor que se benefició de las habilidades orales de Linda Lovelace, el mismo que recordó años después que con ella vivió “una sensación aterradora; lo primero que se me pasó por la cabeza fue: ¿Me la devolverá entera?”. En términos de incredulidad, el padre de la criatura no se quedó atrás: fue a ver la película de marras y al volver a casa dijo: “Sí, es ella, pero deben haberlo trucado o algo”. Todos ellos y algunos más son, de hecho, los protagonistas de El otro Hollywood, una historia oral y sin censurar de la industria del cine porno [1] (Es Pop Ediciones, 2008). No le falta de nada al relato: violencia de género, zoofilia, suicidios, el papel de la mafia, la prostitución, asesinatos, la descomunal herramienta de John Holmes (que, según la actriz Annete Haven, “si alguna vez hubiera alcanzado la erección completa habría perdido el conocimiento debido a la falta de riego sanguíneo en el cerebro”) o las películas, tan perseguidas por la ley como codiciadas por los erotómanos, que rodó Traci Lords con apenas 16 años.
Puede que fuera Sodoma y Gomorra pero era una industria que aún estaba lejos de tener los efectos tan nocivos que parece que puede tener hoy en día en los más jóvenes, tal como ha declarado a la revista Jot Down la experta en sexualidad y autora del libro Deseo Sylvia de Béjar: “El deseo sexual es una sensación brutal y al tiempo te cuesta explicar lo que te pasa. Lo triste es que hoy, con tanta pornografía, no queda espacio para el deseo. Puedes estar muy excitado y no tener deseo”. El deseo es algo más que excitarse. Es algo más profundo. No es fácil explicarlo pero sí sabemos cuándo lo experimentamos y, sobre todo, sabemos identificarlo cuando nos lo muestran los actores que nos gustan a través de la pantalla.
El deseo femenino en el cine español (1939-1975) [2]
Núria Bou y Xavier Pérez (eds.)
Editorial Cátedra
352 páginas
22,50 euros
Cine Crush [3]
Popy Blasco
Editorial Dos Bigotes
236 páginas
19,95 euros