El mar, a veces encrespado, a veces calmo, circunda Amami, una isla subtropical japonesa en la que las tradiciones, muy unidas a la naturaleza, permanecen inalteradas desde hace siglos.
En ese marco y en una noche de luna llena de agosto, Kaito, un chico de 14 años, descubre un cadáver flotando en el agua. Su novia Kyoko intentará ayudarle a afrontar ese descubrimiento. Afrontar, porque desentrañar el misterio del cadáver hará que juntos vivan el paso de la adolescencia a la madurez y atisben que en casi todas las existencias, vida, amor y muerte se entrelazan.
Gran cine
En esa mezcla de sosiego y elegancia, magia y trascendencia, respira la filmografía de Kawase rastros del gran cine de Dreyer, de Yasujiro Ozu, de Bergman…
Coproducida por el español Lluís Miñarro, desde las primeras imágenes de Aguas tranquilas, en las que se entreveran olas de tifón y mares en calma, juega la historia con la idea de que la vida es cambio, que todo y todos vivimos en un permanente proceso de transformación.
También Kaito y Kyoko, que tramitan con el difícil papel de buscar su lugar como seres individuales e independientes ante el mundo, al tiempo que siguen siendo deudores de fuertes vínculos familiares de los que no saben, ni pueden, ni seguramente quieren desprenderse.
Y la muerte
Y la muerte, claro. La muerte siempre en el cine de la directora japonesa. Kyoko tiene que enfrentarse a la realidad de una madre terminalmente enferma pero conmovedoramente vitalista. La reposada escena de su fallecimiento, filmada en un registro de verdad y delicadeza que deja anonadado al espectador, es epicentro inolvidable de toda la película. Por su parte, él, Kaito, sufre la separación de sus padres y los esfuerzos de su madre por salir adelante.
No son, en definitiva y a pesar del título, solo aguas tranquilas las que riegan esta apuesta por la sensibilidad. Pero, mansas o turbulentas, son aguas en las que los amantes del cine deben zambullirse sin dudas, ropa ni flotadores. No se arrepentirán del baño.