Interpretó a una periodista primero descreída y luego arrepentida en Juan Nadie; fue la divertida corista relacionada con el hampa de Bola de fuego, capaz de enamorarse de un filólogo ensimismado en sus estudios lingüísticos («le quiero porque es la clase de tipo que se emborracha con un vaso de leche»), y se convirtió en la sensual, ingeniosa y pícara Jean de Las tres noches de Eva, que se llega a hacer trampas a sí misma para transformarse en la aristócrata Eva (“se parece demasiado para ser la misma”) y, de esta manera, no perder el amor de Charlie, un biólogo millonario, tímido e inocentón, a quien inicialmente había tratado de estafar.
Sin embargo, el gran papel de su vida y la gloria cinematográfica le llegaron con Perdición, la película que les hubiera gustado hacer a Alfred Hitchcock y a Woody Allen, pero que filmó Billy Wilder, a partir de un guion resultado de la compleja y fructífera relación que mantuvo el divino con Raymond Chandler para adaptar una novela de James M. Cain. El guion es una obra maestra del cine negro por sus diálogos incisivos, a veces convertidos en mordaces duelos metafóricos, la descripción de la psicología de sus personajes, el manejo de la intriga y el dominio de la narrativa, que, unas veces, dice más que las propias palabras escritas y, otras, adquiere momentos de cierto tono poético: “el crimen tenía el aroma de la madreselva”, «no escuchaba mis propios pasos, eran los pasos de un hombre muerto».
La película habla y va más allá de las palabras escritas en el guion: el erotismo desprendido de una mujer recién salida del baño, que se asoma a recibir a un agente de seguros con su cuerpo solo cubierto por una toalla, la ajorca que abraza su tobillo mientras desciende la escalera, el sostén que se transparenta bajo su fino jersey de angora, el pintalabios que va dibujando el calculado erotismo que sale de su boca, el sueño prohibido que hay tras sus gafas oscuras…
Sin duda, el personaje más destacado es el interpretado por ella misma, Barbara Stanwyck: Phyllis Dietrichson, una mujer tan atrayente como malvada (“tengo podrida hasta el alma”), que utiliza el sexo como estímulo para conseguir sus propósitos y siempre va un paso por delante de su presa, un avispado vendedor de seguros, Walter Neff, interpretado por Fred MacMurray, que no puede escapar de la penumbra creada en torno a Phyllis, porque es incapaz de dejar de amar el cuerpo de esa mujer, compleja y clara al mismo tiempo, que las sombras no pueden apagar y que, al final, acepta de manera estoica su inevitable destino.
La mirada de Phyllis, sobre todo en ese primer plano que delata el hielo de su conciencia mientras sucede el crimen, revela todo el dramatismo, la peligrosidad y la turbación del personaje, que ha logrado convertir a Walter en una marioneta en sus manos, pero se siente huérfana de cariño (“no pretendo que me comprendas, solo quiero que me abraces”). Finalmente, Edward G. Robinson ofrece una magistral versión de un personaje bondadoso y mundano, Barton Keyes, al que dota de una capacidad deductiva que poco tiene que envidiar a los detectives más famosos de la historia; de este modo logra que un personaje secundario se convierta en parte fundamental de la trama.
Perdición muestra que no solo el diálogo entre la vida y la muerte sintetiza nuestro cotidiano vivir, también el que mantienen a diario la utopía de los sueños y el desencanto de las realidades. Un filme que nos hace ver que a veces la línea que separa la bondad de la maldad es bastante estrecha y que la perversión puede encontrarse en actitudes y hechos de aparente normalidad, porque los humanos convivimos mejor con nuestros deseos más bajos si conseguimos racionalizarlos como parte del orden natural de las cosas. Pero nada escapa a la erosión del tiempo y del azar, a la fatiga de las ilusiones, ni siquiera el hecho de poder ser lo no sido.
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