Si bien ya había alternado las cintas de corte más intimista como El banquete de boda, Comer, beber, amar y, más recientemente, Brokeback Mountain con trabajos más espectaculares como Tigre y dragón y Hulk, desde que emprendiera La vida de Pi Lee parece haber cambiado su rol de director por el de investigador del cine, explorando todas las posibilidades técnicas disponibles para convertir sus películas en experiencias. Si ya en 2012 conseguía un espectro visual sorprendente gracias al 3D y la composición digital de La vida de Pi, con Billy Lynn ha dado un paso más allá rodando, además de en 3D, a 120 fotogramas por segundo, multiplicando por cinco el estándar clásico de 24.
Solo cinco cines en todo el mundo (dos en Estados Unidos, dos en China y uno en Taiwán) cuentan con el equipamiento necesario para proyectar la versión, digamos, total de la película. Pero el problema de la decisión técnica de Lee va más allá de su proyección y lastra desde la dirección la naturalidad que el guion exigía, lo que se traduce en planos ideados para el lucimiento de la cámara CineAlta F65 4K de Sony que quedan introducidos de un modo algo aleatorio en el metraje, distanciando al espectador de la historia que se está narrando.
Potencial crítico
La técnica ha acabado engullendo la percepción ordinaria que podríamos tener de la película, pero profundizando en el relato uno sale con una sensación agridulce. La novela de Ben Fountain, definida por la revista Esquire como «el libro más divertido y a la vez más triste jamás escrito sobre América», era un buen material de partida para construir una sátira corrosiva sobre la Guerra de Irak y la propaganda estadounidense, y es cierto que algo de eso hay en la cinta de Lee, pero la película da un traspiés al decantarse demasiado hacia lo emocional y lo dramático, perdiendo una buena oportunidad de haber sido una comedia negra ácida y despiadada.
Mimbres no le faltaban: ahí tenía al agente que negocia los derechos para un biopic hollywoodiense, a la animadora interesada en la figura patriótica más que en la persona, al magnate que quiere hacer su país grande otra vez, a los productores que buscan un espectáculo lucido a toda costa, a unos ciudadanos extasiados con cada victoria mediática y a un pelotón de chicos con pocas luces que solo quieren proveer a los suyos y pasarlo bien.
Siendo justos, hay que reconocer que Billy Lynn conjuga con inteligencia y buena mano de Lee los dos espectáculos que son una guerra y una actuación musical, comparando la crudeza de una y la superficialidad de la otra para asemejarlas en el caos y la violencia que rodean a ambas. De hecho, la película alcanza dos cénits en los momentos más deseados por el espectador: la hazaña bélica que convirtió al protagonista en héroe nacional y la actuación del intermedio del partido de fútbol americano, en la que los soldados del pelotón Bravo desfilan al ritmo de Destiny’s Child.
Es una lástima que la película de Lee no aproveche todo el potencial crítico que tenía, quizá por no meterse en berenjenales más propios de una cinta de autor. Se echa de menos más garra y mala baba en un trabajo donde la denuncia de la propaganda bélica como arma política y económica se entrevé en pequeños golpes, algunos de ellos bien atinados.
Dirección: Ang Lee
Guion: Jean-Christophe Castelli (Basado en la novela El eterno intermedio de Billy Lynn, de Ben Fountain)
Intérpretes: Joe Alwyn, Kristen Stewart, Chris Tucker, Garrett Hedlund, Vin Diesel, Steve Martin
Fotografía: John Toll
Música: Jeff Danna, Mychael Danna
Estados Unidos / 2016 / 110 minutos