Nacido en Barcelona en 1983, Marqués-Marcet, decidido desde muy joven a ser cineasta, cursó un máster de Dirección Cinematográfica en UCLA (Los Ángeles). Tras iniciar su carrera en el montaje, en 2014 debutó como realizador con 10.000 KM, galardonada con el Goya a la mejor dirección novel, el Premio Especial del Jurado en el Festival South by Southwest SXSW, cinco Biznagas en el de Málaga, entre ellas las correspondientes a la mejor película y a la mejor dirección, cinco premios Gaudí y más de una decena de reconocimientos en distintos certámenes internacionales.  

En 2017 estrenó Tierra firme, su segundo largometraje, que tras su presentación en el London Film Festival BFI ganó en el de Sevilla el Premio ASECAN a la mejor película. Le siguió en 2019 Los días que vendrán, que nuevamente ganó el premio a mejor largometraje en Málaga, donde también obtuvo el de mejor director y el del jurado joven.  

Marqués-Marcet ha dirigido también programas para las plataformas Movistar+, A3Media y HBO.

– La protagonista de Polvo serán decide acogerse al derecho a la muerte asistida. Su compañero durante más de cuatro décadas decide compartir con ella ese último viaje. ¿Cómo surge la idea de abordar la eutanasia en el filme que ahora estrena?

Desde pequeño he pensado mucho en la muerte. Es una obsesión que me ha acompañado toda la vida, aunque con el tiempo he aprendido a convivir con ella de forma más ligera. Llegó un momento en el que sentí la necesidad de trabajar en un proyecto que abordara este tema. Justo cuando estaba en este proceso, unos amigos me contaron la historia de una pareja mayor que formaba parte de una asociación de suicidio asistido en Suiza. Su plan era llevarlo a cabo juntos. Me impactó tanto que propuse hacer un taller de actuación sobre cómo sería llevar esa realidad a escena. Ese fue el germen de la película. A partir del material generado en el taller, fuimos construyendo la trama y los personajes a través de improvisaciones, juegos y lecturas. Sin embargo, por motivos personales y de salud, esa pareja no pudo participar en la película. Entonces decidimos continuar con actores profesionales, recreando su historia desde la ficción.

Ángela Molina y Alfredo Castro, la pareja protagonista, son actores de procedencias y trayectorias muy distintas, sin embargo su compenetración es magnífica.

Ángela Molina fue una elección evidente. El personaje estaba escrito casi a su medida: inconscientemente, había algo que encajaba perfectamente con su presencia. Necesitábamos a alguien con la solidez y la calidez que ella siempre aporta, pero también con esa locura maravillosa que caracteriza su actuación. Para interpretar a su marido, busqué a un actor más terrenal, que equilibrara la fantasía que ella podía aportar a su personaje. Pensé en un latinoamericano. Cuando surgió la idea de Alfredo Castro, todo encajó. Él aportaba esa mezcla de aire y fuego que buscábamos. Además, tiene experiencia como director de teatro, lo que encajaba perfectamente con la dinámica creativa entre ambos personajes.

¿Fue al replantearla en clave de ficción cuando se convirtió en una película que tiene algo de musical?

La música apareció desde el principio, incluso durante el taller. Nos dimos cuenta de que, en las escenas más complicadas y difíciles, la música surgía de manera natural, ya fuera escuchándola o bailando. Investigando más sobre el tema de la muerte asistida, descubrimos que la música también estaba presente en muchos documentales sobre el tema. Y, de manera más amplia, en la iconografía de la muerte en general, tanto en Occidente como en otras culturas. La música se convirtió en una herramienta esencial para canalizar emociones que son difíciles de expresar con palabras.

Es un contraste audaz, tratándose de un tema como la muerte asistida.

Sí, aunque para mí la película no trata específicamente la enfermedad terminal o la muerte asistida, sino sobre cómo lidiamos con nuestros afectos y expectativas ante el vacío que supone la muerte. ¿Cómo nos preparamos para morir? No queríamos que la música fuera decorativa, sino que formara parte de la narrativa. La música nos permitió explorar aspectos que, solo con diálogos, hubiera sido imposible abordar. No se trataba de hacer la película más ligera, sino al revés. La música nos sirvió para profundizar en la complejidad del tema. Sé que es una mezcla inesperada, pero no lo veo como un ejercicio de provocación sino como una manera de acercarme a la muerte de la forma más sincera y profunda posible.

En los últimos tiempos hemos visto musicales que tratan temas muy duros como, por ejemplo, Annette, de Leos Carax, o Emilia Pérez, de Jacques Audiard, ¿a qué cree que responde esta tendencia?

Creo que vivimos en un momento de cambio tan radical que se ha generado cierta desconfianza hacia lo que solíamos considerar que era la realidad. Esto ha llevado a muchos cineastas a recurrir a géneros cinematográficos como el musical o el cine de terror, como una forma de explorar esa supuesta realidad de manera más profunda. No lo veo como una forma de escapismo, sino como un método para repensar el mundo desde una perspectiva que vaya más allá del realismo convencional.

¿La enfermedad terminal es premeditadamente abordada sin dramatismos?  

Nos documentamos mucho sobre las enfermedades terminales, pero no queríamos centrar la historia exclusivamente en la degradación del cuerpo. Más bien, la enfermedad es una amenaza constante, una espada de Damocles sobre los protagonistas, que los obliga a tomar decisiones importantes antes de que sea demasiado tarde. Queríamos explorar más bien aspectos existenciales y afectivos, y no solo centrarnos en lo físico.

¿Cómo surgió la colaboración con María Arnal, que ha compuesto una banda sonora muy peculiar?

Llevaba hablando con María desde los tiempos de Los días que vendrán y tenía ganas de colaborar con ella. Quisimos crear algo que sonara contemporáneo, pero sin ser moderno en el sentido convencional. Queríamos que la música evocara algo atemporal y ancestral. Finalmente, optamos por reducir los elementos a voces y percusión, buscando algo simple pero poderoso. La idea era jugar con la voz humana y el tambor, elementos que remiten a lo más básico de la humanidad: el ritmo y el aliento. Aunque nos moviéramos en cierto minimalismo melódico, queríamos que la música pudiese ser cómica, solemne, tenebrosa o luminosa según la escena.

¿Y con la compañía de danza La Veronal?

Hace tiempo que me interesa mucho la danza contemporánea. Ver a La Veronal en directo fue una experiencia transformadora. Quise capturar la esencia del trabajo coreográfico de su director, Marcos Morau, en la pantalla. Ensayamos los números musicales durante doce días y los rodamos en solo dos. Fue esencial la colaboración con María Arnal y Marcos Morau, quienes ya habían trabajado juntos, además de Pablo Maestres, que había dirigido muchos videoclips y me ayudó a encontrar el registro visual adecuado para esos números de baile.

En cada una de sus películas hay elementos que rompen con lo habitual, ¿le gusta afrontar esos desafíos?

Para mí, el cine no trata solo de contar una historia, sino de crear imágenes y sonidos que generen un ritmo y un movimiento. Es una forma de tocar aspectos a los que no podríamos llegar de otra manera. Aunque mis películas parecen muy habladas, me interesa más lo que sucede entre las palabras. Cómo las imágenes pueden comunicar algo más profundo. Siempre estoy explorando cómo llegar a esos lugares inalcanzables a través del cine.

Ha trabajado mucho en televisión y teatro, ¿de qué forma han influido en su forma de encarar el cine?

Trabajar en televisión ha sido muy útil. Te permite rodar con más frecuencia, lo que es esencial para seguir aprendiendo y probando. En televisión hay más libertad en ciertos aspectos, y eso me ha permitido ser más juguetón y explorar ideas que luego he llevado al cine. También he estado muy en contacto con el teatro. Especialmente, con Pablo Messiez, con quien tuve el lujo de trabajar, o con compañías como La Tristura. Ese encuentro con el teatro ha sido una influencia enorme, especialmente en la forma de trabajar con los actores y en la búsqueda de nuevas formas narrativas. El teatro ha abierto mi cabeza de una manera que quizás el cine no había logrado.

Ha rodado en Dignitas, la asociación especializada en afrontar el final de la vida…

Fue muy importante rodar en la casa donde se encuentra Dignitas, el centro de asistencia para el final de la vida. Fue una experiencia muy intensa, porque no es un lugar fácil en el que filmar, pero Dignitas nos apoyó y nos facilitó las cosas. Queríamos capturar la paz y tranquilidad del lugar, siendo fieles al proceso real que viven las personas allí. Creo que logramos reproducir esa energía.

¿Cuáles han sido sus influencias a la hora de tratar cinematográficamente el tema?

La primera que me viene en mente es el documental suizo Dignitas – La mort sur ordonnance, que habla sobre esta asociación suiza. Sin embargo, lo que más me influyó fueron cineastas que no abordan directamente este tema. Volví mucho a Ingmar Bergman, en especial su película Gritos y susurros. Aunque no tiene una relación directa con mi película, su forma de trabajar estéticamente influyó mucho en mi proceso. También volví a los musicales de Stanley Donen y a los melodramas de Vincente Minnelli y Douglas Sirk.

A lo largo de su carrera ha ido abordando diferentes etapas de la existencia, como el enamoramiento, la pareja, el embarazo y, ahora, la madurez y la muerte. ¿Es consciente de esa evolución?

Sí, creo que sí, aunque no lo planifico de manera muy consciente. No me gustaría pensar que hago cine generacional. Prefiero que mis películas resuenen más allá de una edad específica. Por ejemplo, en Polvo serán hay varias generaciones representadas. Para mí, el cine es un proceso de aprendizaje, una exploración constante de nuevos territorios. Me gusta desafiarme y no tomar el camino fácil, aunque todo surge siempre del material. Me dejo guiar por lo que me genera curiosidad o incomodidad. Si algo me incomoda, suelo sentir la necesidad de investigarlo e indagar en ello.