A través de una larga e inolvidable serie de cortos, -sólo en 1914, año de su debut como el Charlot vagabundo intervino en 35- Chaplin ya era un reconocido comediante cuando encaró el rodaje de El chico, su primer largometraje. Ni el rodaje, que se alargó más de un año en el que su vida se veía zarandeada por un complicado divorcio, ni la producción, que alcanzó los 300.000 dólares, una cifra muy superior a la inicialmente estipulada en el contrato de partida, fueron fáciles.
Así fue hasta el punto de que, tras un parón en la filmación y ante la amenaza de embargo de lo realizado, Chaplin se escapa en una furgoneta con los seis rollos producidos y hace el montaje a mano en la habitación de un hotel en Salt Lake City. Allí, la policía le cerca para incautarse del filme y él se escapa disfrazado de mujer en un taxi que le lleva a Nueva York, en donde duerme en casa del taxista. A la mañana siguiente, la noticia trasciende y a las puertas de aquella vivienda de un suburbio neoyorquino más de mil personas que le admiran despiertan al director: El chico está salvada.
Lo que vemos en la pantalla tiene un profundo poso de la realidad vivida por el propio Chaplin, nacido en una muy humilde familia de comediantes. El padre, alcohólico, y la madre, aquejada de trastornos mentales desde muy joven, se separaron cuando Charlie sólo tenía tres años. Él y su hermano Sydney, que más tarde sería su representante y al que le unió de por vida una relación muy estrecha, vivieron en condiciones de extrema pobreza. Conocieron la mendicidad y los orfelinatos. Él, despierto y creativo desde muy niño, tuvo que actuar para ir subsistiendo en plazas y circos como titiritero, acróbata, bailarín y payaso.
Paso decisivo
Con El chico, -de la que no sólo es director y protagonista, sino también guionista y responsable de su banda sonora-, Chaplin da un decisivo paso en su carrera. A partir de éste, su primer largometraje y su primer drama, el creador del mítico vagabundo de buen corazón se manifestaría en todo su esplendor. Su obra, que salta con éxito al cine sonoro, dejaría títulos como La quimera del oro, El gran dictador, Tiempos modernos, Luces de la ciudad o Candilejas.
En la escena inicial, una joven (Edna Purviance, ya por entonces pareja de Chaplin) sale de una maternidad con su bebé. No está casada y, angustiada, decide abandonar al recién nacido en una limusina aparcada frente a una lujosa mansión. Deja prendida a la ropa del niño una nota en la que pide que lo quieran y lo cuiden.
Pero unos ladrones que pasan por allí roban el coche y cuando descubren al bebé lo abandonan en un cubo de basura donde, por casualidad, lo encuentra nuestro vagabundo. Tras no pocas dudas decide adoptarlo. No tarda en tomarle cariño y cuando crece le enseña algunas técnicas esenciales de supervivencia callejera. Con el tiempo los dos forman un gran equipo para buscarse la vida. Él, como cristalero ambulante, recorre las calles precedido por el chico que apedrea ventanas y escaparates. El negocio va viento en popa hasta que un mal día el chico enferma y los servicios sociales tratan de arrebatarle la custodia… Entre tanto, aquella joven madre se ha convertido en una acaudalada señora que ansía recuperar al hijo que había abandonado. El destino juega sus cartas. Las vidas de los tres se entrecruzan.
Estrecha relación
Con El chico deslumbra el pequeño Jackie Coogan, cinco años entonces, que inicia su carrera como niño prodigio. Expresivo y tierno, Coogan era hijo de un cómico nómada que ya a los dos años le había hecho subir a un escenario. Su padre formaba pareja artística con Annette Kellerman, una nadadora y acróbata célebre por su belleza. En una de las giras teatrales de los Coogan, Chaplin conoció en Los Ángeles al pequeño Jackie y de inmediato lo contrató para un pequeño papel de su corto Un día de placer con el objetivo de que se acostumbrase a la cámara. En la cabeza del director pronto anidó la idea de que ese chavalín de mirada profunda encarnase el personaje que había de dar título a su próxima película.
Entre ambos protagonistas se estableció una estrecha relación. El adultoenseñó al niño con mimo, y el pequeño enterneció al personaje de su padre adoptivo, de modo que de cara al espectador ambos multiplicaron el sentido efecto que desprendían por se parado.
Y con El chico Chaplin vive el mayor éxito que había conocido hasta entonces. Un éxito universal marcado por la sorpresa que hace ver a sus seguidores que aquel vagabundo de anchos y caído pantalones y ceñido bombín es mucho más que un payaso convencional, por muy ingenioso que hasta entonces hubiera parecido.
La realidad es que El chico dista de ser una comedia al uso, sino un drama que describe con enorme sensibilidad la dura vida a la que se enfrentan los menos afortunados. Esa valentía. El atreverse a reflejar las miserias del submundo de los barrios más pobres de la ciudad de or, supuso que una parte de la crítica atacase sin piedad a Chaplin tildando a su película de derrotista, amarga y “vocera” de un cierto anarquismo. El hecho es que, a pesar de los sustanciosos beneficios que le reportó, un millón de dólares de la época, y cansado de aguantar los insultos que le profería aquella parte de la sociedad que se negaba a ver que bajo el esplendor había pútridos cimientos, Chaplin decidió durante un tiempo regresar a Europa.
Emoción
El chico ha emocionado a muchas generaciones a lo largo de estos cien años. Baste como ejemplo el poema Chaplinesca que le envió poco antes de su suicidio en 1932 el poeta Hart Crane con la dedicatoria: “A Charles Chaplin, en conmovido recuerdo de El chico”.
Humildemente nos adaptamos
y contestamos con los consuelos azarosos
que deposita el viento
en los bolsillos desvencijados, demasiado amplios.
Porque aún podemos amar el mundo
cuando encontramos un gatito hambriento en nuestro umbral.
Y le buscamos cobijo contra la furia callejera
cobijo en un cálido brazo doblado.
Nos apartaremos a un lado,
y en la mueca postrera
evitaremos la condena de ese pulgar inevitable
que dirige hacia nosotros su arrugada piel,
y haremos frente a la torva mirada,
¡con qué inocencia y con cuánta sorpresa!
Y, sin embargo, estas delicadas caídas
no son más falaces que las piruetas de un flexible bastón.
Realmente, no son nuestras exequias una consumación;
podemos eludirlas, huir de todo, menos del corazón.
¿Y qué vamos a hacerle, si el corazón sigue viviendo?
El juego exige afectadas sonrisas.
Pero hemos visto la luna en calles solitarias
convirtiendo en cáliz un cubo de basura vacío.
Y entre todos los ruidos de alegría y de búsqueda,
hemos oído un gatito maullar en la soledad.
Un gran chico para un Chaplin inmenso. Esa y otras películas llevaron a que en la posguerra y en la cima de su popularidad el cineasta fuera víctima de los ataques de los sectores más conservadores y en 1952, tras estrenar Candilejas, fuera interrogado y declarado sospechoso por la Comisión de Actividades Antiamericanas, viéndose obligado a abandonar Estados Unidos para establecerse, hasta su fallecimiento a los 88 años, el día de Navidad de 1977, en la localidad suiza de Vevey.
Fiel a las piruetas de su existencia, aún viviría Chaplin una final cuando el 1 de marzo de 1978 unos delincuentes polacos, con el objetivo de pedir un rescate, profanaron su tumba y robaron su cadáver. Su plan fracasó, fueron detenidos y los restos del cineasta recuperados once semanas más tarde. De nuevo sepultado y para evitar nuevas tentaciones, el cuerpo de Chaplin yace ahora en el cementerio del cantón de Vaud, a orillas del lago Leman, bajo una capa de dos metros de hormigón.
El chico
Dirección y guion: Charles Chaplin
Intérpretes: Charles Chaplin, Jackie Coogan, Edna Purviance, Chuck Riesner, Tom Wilson, Albert Austin, Nellie Bly Baker
Fotografía: Roland Totheroh
Música: Charles Chaplin
Estados Unidos / 1921 (restaurada en 2020) / 61 minutos
Distribuidora: A ContraCorriente