Allá por los setenta, René Goscinny y Albert Uderzo parieron la sátira más brillante sobre la burocracia en décadas, personificada en los dementes trabajadores de «la casa que enloquece». Mucho ha llovido desde Las doce pruebas de Astérix, pero la burocracia sigue imponiendo su reinado de horror, agotamiento y desidia.
Si hay un punto absurdo del que partir, ese debe ser el intento real de un tipo para desaparecer de los registros de la Iglesia Católica. Absurdo por la cantidad de pasos a seguir. Ogalla lo sufrió en sus carnes y El apóstata es probablemente la manera más irónica de devolverle el golpe a los burócratas con sotana.
Pero no se confundan. El apóstata no es un manual sobre la apostasía ni una reflexión sesuda sobre el significado de la fe en esta época pecaminosa. La cinta de Veiroj habla de buscar un lugar en el mundo, una identidad entre tantos trajes que ponerse. Tomar las riendas de la vida, partiendo desde donde sea. Madurar, al fin y al cabo, pero no con la moralina tan propia de las películas sobre peterpanes.
El apóstata encuentra su mayor virtud en el absurdo, en el desconcierto del personaje protagonista ante los acontecimientos que están marcando su vida. Las autoridades eclesiásticas le exigen examen de conciencia, su madre le exige madurez, su prima es esa manzana prohibida que piensa volver a morder como tabla de salvamento y su vecina es, quizá, la redención.
Fantasía e ironía
Apoyándose en un montaje de Fernando Franco que apoya lo marciano de la propuesta junto a tétricas canciones populares e infantiles, El apóstata se atreve a jugar con la fantasía y lo onírico en algunas secuencias, subrayando lo extraño del conjunto, una comedia de risa congelada y carcajada por sorpresa, una fábula moderna con la ironía como aliada, un drama que se toma más en serio a sí mismo de lo que su aparente humildad hace creer.
Y al final, una reflexión sobre qué supone ser miembro de un colectivo basado en algo tan inmaterial como la fe cuando lo físico (archivos, papeles, registros) está tan presente. Es injusto, y de nuevo absurdo, pertenecer a un club al que uno entra en plena inconsciencia, apenas ha nacido. Es casi folletinesco el sentimiento de culpabilidad infligido al desertor, como quien se da de baja de una red social o una compañía telefónica.
La espiritualidad, como el patio de una casa, es particular.
Dirección: Federico Veiroj
Guión: Gonzalo Delgado, Álvaro Ogalla, Nicolás Saad, Federico Veiroj
Intérpretes: Álvaro Ogalla, Marta Larralde, Bárbara Lennie, Andrés Gertrúdix, Vicky Peña, Joaquín Climent, Juan Calot, Kaiet Rodríguez
Fotografía: Arauco Hernández
Montaje: Fernando Franco
España-Uruguay-Francia / 2015 / 80 minutos