De la vida de Huston escribió Guillermo Cabrera Infante que parecía “más la vida de un personaje de Hemingway que la propia vida de Hemingway, y eso que Hemingway mismo es un personaje de Hemingway”. Precisamente en un perfil de Hemingway publicado en la revista The New Yorker, en mayo de 1950, es posible detectar los primeros y brillantes indicios de lo que una década más tarde se llamará Nuevo Periodismo en Estados Unidos. La autora de aquel retrato fue Lillian Ross (1918-2017), que unos meses después de vérselas con el macho alfa de la literatura estadounidense, decidió hacer lo propio en el cine pudiendo colarse en la preparación, rodaje, estreno y resbalón de Medalla roja al valor de Huston, basada en el relato de Stephen Crane sobre la guerra de Secesión. El resultado fue Picture. Rodando con Huston.
A priori los cinéfilos habríamos preferido que hubiera elegido casi cualquier otra obra del aventurero papá de Angélica. No obstante, en seguida comprobamos que a Ross le da igual si Huston está preparando algo grande, que su objetivo no era trazar la anatomía de un (posible) filme genial ni reflejar el talento tras la cámara de un gran cineasta. Veremos a Huston en acción, encadenando Martinis, cazando patos e ideando películas pero esto va, más bien, de meternos en la trastienda de uno de los grandes estudios del Hollywood dorado, la Metro Goldwyn Mayer, y ahí ya, como dice Álex de la Iglesia en el prólogo, mostrarnos sin piedad el buen y mal hacer de las fieras que se movían por aquella jungla de celuloide, empezando por productores, guionistas, ayudantes, montadores o el gran jefazo del negocio (Louis B. Mayer), y acabando por otra fiera, ésta tal cual, el famoso león que rugía desde el logotipo de la compañía.
El libro es una oportunidad para ser testigos de las más variadas formas de sufrimiento: cómo sufre un productor (en este caso, Gottfried Reinhardt) que quiere hacer grandes películas que al mismo tiempo funcionen en taquilla; o cómo se sufre en una preview con público que se ríe donde no debe; o cómo se sufre cuando la prensa da por fracasada una obra antes de su estreno. Louis B. Mayer, fundador y gran líder del imperio, es también el gran villano del relato de Ross. Le muestra siempre pendiente del mercado, recordando incansable que es preciso ofrecer lo que el público demanda, que lo de trascender o hacer algo que quede es siempre secundario a lo más importante: que el estudio gane dinero. “No escucha. Habla de las películas como si fueran neveras”, se queja Reinhardt. Puede que en aquellos años –solo en 1950: Eva al desnudo, El crepúsculo de los dioses o En un lugar solitario– los amos de la maquinaria vieran las películas como neveras pero son exactamente los mismos que hicieron posible en las décadas previas y en la de los cincuenta un ritmo de producción de cintas sobresalientes que tenía los años contados y que hoy recordamos como la edad de oro de la gran pantalla.
Para su reportaje, Ross se vale de todos los recursos narrativos del buen novelista que domina especialmente el arte del diálogo así como una privilegiada capacidad de observación. Por ejemplo: “Huston tiene la mirada atenta y, sin embargo, desprovista de todo sentimiento, en curioso contraste con lo cordial de su actitud habitual”. Abundan las frases de unos y otros sobre el concepto del éxito que predominaba en la industria y que, aunque lo parezca, no son de ayer sino de hace más de medio siglo. “Los mayores éxitos de taquilla son películas hechas a la medida de la inteligencia de niños de doce años”. “Cuando le dices a la gente que has hecho una película, no te preguntan si es buena. Te preguntan en cuántos días la has hecho”. “En Hollywood nadie se conforma con ser lo que es. Los guionistas quieren ser directores. Los productores quieren escribir. Los actores quieren producir. Las esposas quieren pintar. Nadie se conforma. Todos están frustrados. Nadie es feliz”.
Lillian Ross
Traductor: Antonio Weinrichter y Sonsoles Collado
Editorial Libros del K.O.
304 páginas
19,90 euros