Así sucede, al menos para algunos, con ciertas películas estadounidense estrenadas recientemente que, si bien tratan de maquillar su carácter rematadamente estereotípico con la promesa de una historia de tintes sociales en la que subyace algún tipo de investigación o una original perspectiva sobre alguna figura de importancia histórica, no consiguen sino acartonar los hechos reales a base de una narrativa que ya nos sabemos de memoria.
Etiqueta de moda
Ahora la etiqueta de moda es la de la “película biográfica” o biopic, dramatización cinematográfica de la biografía de una o varias personas reales que tuvo su momento explosivo hace algunos años al traer a escena las vidas de artistas de la talla de Ray Charles (en Ray) o Johnny Cash (en En la cuerda floja), y que ahora le ha cogido el gusto al retrato de personajes más turbios, como el mítico líder del cártel de Medellín, Pablo Escobar (Escobar: Paraíso perdido), o inmiscuidos en historias truculentas, como Gary Webb (Matar al mensajero), el periodista estadounidense que investigó las conexiones que la CIA había tenido con el narcotráfico durante la guerrilla nicaragüense. En ambas, el mundo de la droga y la corrupción gubernamental sirven para tejer un thriller perfectamente mediocre que aprovecha la historia social para seguir disparando consabidas recetas de moral a la americana.
Ahí está la escena: ella, con la melena al viento y el atardecer reflejado en las pupilas, en la línea nabokoviana de la inocencia seductora, advirtiendo al protagonista (expresión reconcentrada, camisa abierta mostrando los bíceps heroicos, ojos acuosos indicando que lo valiente no quita lo sensible) de algún peligro inminente, o preguntándole si aún la quiere, o asegurándole que nunca podría separarse de su familia. La afectación, sin querer ser irónica, es constante y obviamente ridícula. El telón de fondo: la densidad del verde selvático de algún país latinoamericano en cuyo encantador subdesarrollo se adentra el protagonista descubriendo que el precio por conquistar el paraíso es verse mezclado en algún asunto de corrupción política o tráfico de drogas, algún asunto cuya turbulencia parezca en principio incompatible con su pureza bobalicona de príncipe americano, pero del que saldrá, who doubts it, con entereza heroica.
Maneras de narrar el mundo
No sé si la crítica es una alergia personal o de alguna manera hace justicia a un cansancio generalizado hacia ciertos modelos culturales o maneras de narrar el mundo: la saturación ante una forma de hacer cine, de hacer política, de hacer historia. La repetición ha sido siempre una técnica elemental de fijación de cualquier ideología que sea o aspire a ser dominante, pero cuando se hace excesiva, destruye la idea de armonía, y con la idea de armonía, la armonía de la idea repetida. En otras palabras: el exceso de la técnica de la repetición hace que empecemos a detectarla, que se pierda la eficacia de lo repetido y se gane con respecto a ello una desconfianza crítica, irónica. Llega un momento en que todas las gotas colman el vaso: otra noticia más sobre políticos devorando como sabuesos las arcas del estado, otro bestseller sobre adolescentes y vampiros, otro thriller estadounidense disfrazado de vaya usted a saber qué.
Quizá no sea tan cierto aquello de que el hombre es un animal de costumbres, y sea en realidad un espécimen permanentemente ávido de novedad a la hora de leer el mundo; la evidencia en la gran pantalla son éxitos como Boyhood o Relatos salvajes, propuestas que se definen precisamente por contar la realidad de una forma un poquito diferente, por proponer otras lentes narrativas.
Hay dos orillas, decía Pierre Bordieu con respecto al campo literario, en las que se encauza el proceso de autonomía: de la ruptura a la fijación, del punto de giro a la creación de una nueva legitimidad que acabará solidificándose. Después de la ruptura con el dictador, los partidos políticos que nacieron de la transición española tuvieron su momento de gloria, como lo tuvo la forma de contar que una vez nació en Hollywood. El problema viene cuando nos quedamos en una de las orillas, forzando la repetición sin ruptura, abusando del replay.