Y así, al relato épico que pasa por encima de etiquetas y moldes, entrega al espectador algo genuino y crudo, pero muy realista y colorido al mismo tiempo. Un paseo de excepción que comienza a finales de los 80 y recorre más de una década para narrar la transformación de una relación de amor destinada al fracaso: la del transgénero Laurence Alia y la pasional y exótica Frederique Belair.
La vida de esta pareja cargada de ilusiones, –y de una excepcional química–, se estampa cuando, el día de su cumpleaños, Laurence confiesa a su novia que lleva años ocultando que es realmente un hombre en el cuerpo de una mujer. Lo confiesa además cuando están encerrados en el coche, pasando por los tornos de limpieza de un autolavado. ¿Una forma de representar una depuración de conciencia? Bueno, él ya lo dice claramente: “Te amo tanto que tengo que amarte tal y como soy”.
En un primer momento, Fred se miente a sí misma creyendo que podía adoptar el papel de hombre en esa relación: “¿Alguna vez has comprado a tu hombre una peluca?”, se burlaba con su hermana. Laurence, en cambio, entra de lleno en un proceso de destape que abre las puertas a su sexualidad recordando en algún momento a las extravagancias ochentenas de Pedro Almodóvar. Sea como fuere, el contoneo de caderas de Laurence por el pasillo del instituto enfundado en un traje de falda y chaqueta no tiene precio.
Es ahí dónde arranca realmente la película: cuando dos seres que se quieren deben aprender a aceptar que están destinados a emprender rumbos separados.
La alegoría de una escena épica
El filme comienza con el preludio de una escena que marcará un antes y un después en la película: Laurence lanza un cubo de ropa sucia a Fred que duerme en esa cama presidida por el cuadro de la Mona Lisa. Una especie de ritual, entre lo clásico y lo transgresor, que define el quehacer de un Dolan joven, ¿naif?, de 23 años y que, por aquel entonces, ya tenía dos trabajos rodados bajo sus propias órdenes y como protagonista: He matado a mi madre (2009) y Los amores imaginarios (2010).
El símbolo de la ropa precipitándose al vacío se repite en otros dos momentos. Uno cuando aparece el hijo de Fred en escena años después de haberse separado de Laurence, mostrando cómo esa intimidad que construyeron sigue presente. Intacta al paso de los años. La tercera se da cuando ambos amantes viajan juntos a la Isla de los Negros, en un deseo infantil e idealista de recuperar los brillos de una relación extinguida.
Tan fantasiosa era la posibilidad de que resurgiera ese amor que en esa ocasión la ropa caía del mismísimo cielo, en una alegoría estratosférica que une lo cotidiano con lo imposible. Irónica también la canción que pone la banda sonora propia a ese viaje al pasado: New error de Moderat.
Es la magia del cine en estado puro.
Lista de cosas que minimizan el placer
Es así como en este filme de casi tres horas, Dolan, el enfant terrible, decide quedarse tras la cámara para hacer acopio de toda una paleta de recursos que le han dado una seña de identidad única y muy reconocible en pantalla.
Si bien Fred y Laurence tenían una lista (irónica) de “cosas que minimizan su placer”, –lo mencionan en varios momentos a lo largo de la película–, la retahíla de ingredientes que hacen del director novel canadiense uno de los más notables del panorama internacional deberían ponerse en un listado que maximiza (precisamente) ese placer. El placer de disfrutar del buen cine.
Es un equilibrio perfecto que combina herramientas que despiertan todos los sentidos del espectador. Por ejemplo, con esa conjunción atrevida de músicas que van desde la clásica pasando por electrónica o clásicos del pop. El uso exquisito del color, convirtiéndolo en un personaje más de la escena. El vestuario ochentero y salvaje, reflejo de la extravagancia del propio Dolan. Los recursos técnicos que se unen a la narrativa, como la cámara lenta. O los montajes con cortes abruptos. O,o.
Todo esto para armar un mosaico atrevido y complejo en el que los dos protagonistas viven su historia hasta el final, esperando a ver si su amor era posible o tan improbable como lo pintaban en un primer momento. Un grito sordo a la determinación de pasar por encima de las barreras sociales para aprender a querer de acuerdo a lo que dicta la propia esencia.