El amor no se atiene a tiempos ni lógicas
Vejez, desidia y apagamiento no son sinónimos. Saltándose tiempos y razones y según qué circunstancias, eso que hemos dado en llamar tercera edad puede ser uno de los períodos más gratificantes y apasionados de la existencia. Así lo sostiene la canadiense Louise Archambault (Familia, Gabrielle) en Y llovieron pájaros, su tercer largometraje, un entrañable alegato basado en la novela homónima de Jocelyne Saucier.
La historia se recrea en tres ancianos que han elegido retirarse del mundo y vivir en total sintonía con la naturaleza a orillas de un lago de los bosques de Canadá. A ese escenario se va acercando un devastador incendio. Tal amenaza lleva a que a ese recóndito lugar se acerque una fotógrafa que, además de rastrear a los escasos habitantes de la zona, busca a un tal Boychuck, personaje ya fallecido del que sólo queda una cabaña y unos indescifrables cuadros.
Pero esa no es la única visita, pues poco después llega hasta allí una mujer vivaz y octogenaria que alborotará las vidas de los ancianos. Mientras intentan comprender la misteriosa historia de Boychuck a través de sus pinturas, algo extraordinario surgirá entre todos ellos para demostrar una vez más que nunca es demasiado tarde.
Más que una película sobre la tercera edad, que también, Y llovieron pájaros plantea con tacto y elegancia una panorámica sobre la belleza como búsqueda y finalidad, sobre el arte de saber aceptar los cambios que lo físico y lo psicológico impone y lo dulce y pasional que puede ser cualquier período de la vida. Y lo hace sin empalagos ni paternalismos con lo que aquello que pudiera haber resultado blandengue se levanta como un ejercicio de verdad al que no le falta la vertiente agridulce que conlleva el inexorable paso del tiempo.
Archambault logra el ritmo cadencioso que las características de los personajes precisan. Sin prisas desmenuza las motivaciones de cada cual para apartarse de la vida al tiempo que también poco a poco va iluminando lo que las nuevas circunstancias aportan a la pareja protagonista de la segunda parte del filme, que no es otra cosa que una pasional historia de amor. En ese punto hay que rendirse ante la interpretación de los ancianos protagonistas. A sus 87 años, Andrée Lachapelle enamora y nos enamora. En la otra parte del romance, Gilbert Sicotte llena cada escena de naturalidad.
“Me interesaban unos personajes que no habían tenido opción de enamorarse y, al final, tenían la posibilidad de experimentarlo y con dignidad”, apunta la directora de Montreal que rodó en localizaciones sin luz ni agua corriente a las que no se podía acceder en coche: “Tenía que ser allí, en ese húmedo remanso de paz invadido por el musgo, en el que los animales libres forman parte del paisaje. No podía ser en otro lugar”. El resultado es, como lo son las historias que transpiran humanismo y verdad, emocionante.