El tema lo pondera Andrés Amorós (Valencia, 1941) en su libro Tócala otra vez, Sam cuando nos recuerda que suena en la comedia de Billy Wilder Bésame, tonto y viene muy a cuento, porque el volumen no deja de ser una larga explicación, con multitud de ejemplos, de por qué tantas escenas inolvidables de la historia del cine lo son en buena medida gracias a la música que las acompaña. Puede haber gran cine sin una nota musical como puede haber tostadas ricas sin huevo escalfado pero Amorós ha optado por demostrarnos que partituras y fotogramas cuando son buenos no suman sino que multiplican.
Melómano y cinéfilo de amplio y variado bagaje cultural, seguro que el profesor Amorós podría asimismo encontrar en el Séptimo Arte abundantes muestras de lo contrario: de películas con canciones que no aportan nada a la trama y fondos sonoros que ni complementan ni ensalzan sino que subrayan sin cesar y acaban por ahogar incluso las mejores historias.
Pero Amorós ha jugado sobre seguro escribiendo un libro que invita a la escucha, proporcionando ejemplos de sinergias gloriosas: ya sea en el empleo atinado de piezas clásicas como el adagietto de la quinta sinfonía de Gustav Mahler en Muerte en Venecia, el Así habló Zaratustra de Richard Strauss en 2001, una odisea del espacio o –por qué no– La danza del sable de Aram Jachaturian en Un, dos, tres; ya sea poniendo el foco en piezas que funcionarían solas en una sala de conciertos pero imposibles de escuchar sin que te asalten las escenas del largometraje para la cual fueron compuestas, caso de cualquiera de las músicas que hizo Ennio Morricone para Sergio Leone o las que hizo Henry Mancini para Blake Edwards (Desayuno con diamantes) o Stanley Donen (Charada, Dos en la carretera).
A veces se dan ambas cosas en una misma película: así cuesta no viajar mentalmente a África cada vez que oímos el adagio del concierto para clarinete de Mozart o al escuchar cualquier extracto de lo que hizo John Barry para Memorias de África de Sydney Pollack.
Como quiera que Amorós no se plantea un manual al uso sino más bien un paseo por las músicas cinematográficas de su vida, ha estructurado el capricho en tres grandes bloques: en el primero y más largo consigna la presencia y el peso de los compositores en la obra de una decena de grandes cineastas, con Stanley Kubrick y Luchino Visconti dando más juego que el resto; en el segundo se marca un repaso a una veintena de películas del oeste que abarca desde los grandes clásicos de los cuarenta hasta el cine revisionista y crepuscular de Robert Altman y Sam Peckinpah; y se despide con una selección de 25 canciones de amor que brillaron en otras tantas cintas arrancando en el cine mudo de la mano del Charles Chaplin de La quimera del oro y poniendo el punto y final con la Juventud de Paolo Sorrentino.
Un libro pleno de erudición pero bien sazonado de anécdotas, de utilidad innegable para aprender historia del cine y de la música a la vez y con algún desliz a corregir en próximas ediciones: el Río Grande no es de Howard Hawks sino de John Ford y el gran Burt Bacharach aún sigue entre nosotros.
Tócala otra vez, Sam. Las mejores músicas de cine
Andrés Amorós
Editorial Fórcola
456 páginas
28,50 euros