Antes de todo eso fue un hombre hecho y derecho, aunque un poco cargado de espaldas, que se sentía pobre, pero sincero. Un hombre que, según confesión propia, nunca salvó a un náufrago ni tampoco mató a una mosca, bicho al que admiraba por su capacidad de vuelo, por su sabiduría para no dar golpe en todo el día y por llevar una vida la mar de divertida, llena de peripecias y avatares.
Un hombre que se había criado en la sastrería de su padre, y había sido mancebo de botica, operario en una fábrica de caramelos y dibujante autodidacta. Un hombre que siempre tuvo vocación torera, gusto por el vino, afición tanto a la buena mesa como a la sobremesa entre amigos y temprana admiración por los librepensadores.
Un día de primeros de los años 50 llegó a Madrid sin dinero ni para un café colado y, después de unos meses de limar ripios y aligerar de gravedad endecasílabos, se metió a humorista para poderle tirar de la barba a la severidad, a la tristeza, a la melancolía y a la estupidez, también al hambre. Dejó el Café Varela y se pasó al Comercial, porque desde una glorieta se puede dirigir mejor la mirada al mundo y captar mejor el idioma común de la gente para no tener que manipular el lenguaje con juegos de palabras.
Se hizo amigo de Antonio Mingote y se fue con él a La Codorniz, la revista que utilizaba el humor y la sátira para desafiar todo lo que la dictadura consideraba serio y digno de respeto. Allí aprendió a burlar a la censura, administrándole altas dosis de ironía bajo el suflé de la comedia, y a subvertir la escala de valores dominante. Allí empezó a saber diferenciar una trampa de una madriguera, y a mezclar lo grave y lo cómico en una fórmula magistral que le permitía encerrar toda la variedad de la ecuación humana. Allí se inventó un personaje que haría historia: El repelente niño Vicente, una encarnación exasperante de todas las “virtudes” sociales de las “buenas familias”. Luego publicó algunos libros, como Los muertos no se tocan, nene, Los ilusos o Los europeos.
Se pasó al cine cuando conoció a un milanés llamado Marco Ferreri, que le convenció de que era más rentable escribir guiones que novelas, y el comprendió que eso podía ser posible siempre y cuando el italiano no fuera el productor. Fue entonces cuando su realismo se convirtió en la explicación más surrealista de una época casada por la iglesia: El pisito, El cochecito, Plácido, El verdugo… Si en Logroño había dejado la casa de los recuerdos, en Madrid encontró un hogar al que volver después de cada viaje en busca de nuevos mundos, que no de nuevos rumbos: Ibiza, Roma, Estados Unidos…
Volvió a un Madrid que iba perdiendo grises y coloreándose de porvenir para seguir narrando España como nadie lo había hecho desde un guion de cine; para escribir nuestra biografía individual y colectiva: El anacoreta, La escopeta nacional, La vaquilla, Flor de otoño, La corte del faraón, Ay, Carmela, El siglo de las luces, Belle Époque…, y para continuar dando cuerda en la pantalla a varios cuentos y novelas singulares, que enriqueció con su mirada acaparadora de los adentros y los afueras: El bosque animado, La lengua de las mariposas, Los girasoles ciegos…
Cuando terminaba cada guion se lo entregaba al director y ya no quería saber más de la película, porque decía que un guionista en un rodaje es un alienígena que lo único que hace es estorbar. Consideraba, como Borges, que es absurdo preguntarle a un autor una explicación de su obra; por eso, prefería la charla de la gente corriente a la entrevista, sobre todo si en el transcurso de esta no le dejaban hacerse el invisible o desaparecer en la televisión cuché. Su mundo era otro.
Rafael Azcona siguió utilizando la ironía y el sentido del humor hasta el final de sus días. Para luchar contra el fanatismo, para aliviar el dolor de quien se deja atrapar por una vida que encuentra detestable porque se empeña en creer que hay otra existencia mejor, para reconocer a nuestros semejantes y reconocernos mejor en ellos, para poner un poco de sosiego en la espera y en la esperanza: «Ah, la nada, esa cosa inmensa henchida de galaxias y de sueños».
Como si fuera una de esas paradojas que sabotean la vida, a las que él mismo se había referido en más de una ocasión, tuvo el desparpajo de morirse un domingo de Resurrección.
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