Es posible que su igualmente notable actividad en teatros y en platós de televisión contribuya a esa sensación de que está y ha estado siempre ahí, incansable pero nunca cansino. Es posible también que en ello influya ser parte de una saga con presencia casi centenaria en el celuloide. Su madre Irene, madre también de las enormes Irene y Julia Gutiérrez Caba, empezó antes de la guerra civil y su tía Julia Caba Alba fue una favorita de Edgar Neville y Luis García Berlanga con una filmografía que supera el centenar de cintas desde los años cuarenta. La tradición familiar escénica continúa hoy con la actriz Irene Escolar, sobrina nieta de Emilio, Emilio Gutiérrez Caba, de los Gutiérrez Caba de toda la vida.
Seis décadas delante de las cámaras dan para mucho, para algún taquillazo y unos cuantos fracasos, para rodajes idílicos y auténticos infiernos, para papeles de galán y de abuelete, para encarnar a pipiolos y auténticos villanos; de todo ello hay en las Memorias de cine de Gutiérrez Caba que cumplen lo prometido en el título ciñéndose a la gran pantalla y ahorrándonos además los inevitables años de infancia. Tantos años en activo dan asimismo para dar cuenta en primera persona de cómo ha evolucionado el modus operandi en la industria de este país, para defender películas que merecieron mejor suerte (Haz conmigo lo que quieras, El Paisito, Vidas pequeñas, El árbol de la sangre…), para hablar –mayormente bien– de los colegas (José Bódalo, María Asquerino, Fernando Fernán Gómez, María Casares, Antonio Gamero…) y para atesorar anécdotas de todos los gustos y colores.
Cine y solo cine
Del gozoso anecdotario, empezaremos con los chismes de dos rombos muy bien escritos. Caso de las dificultades del primerizo que se tortura imaginando que no sabrá cómo ocultar su excitación en las escenas de cama. O las del enamorado hasta la trancas que busca la manera de colarse en la habitación de Elsa Baeza para culminar la naciente pasión mientras rodaban en Salamanca Nueve cartas a Berta. Realmente se detiene en pocas relaciones sentimentales si bien si dedica varias páginas a su breve pero intensa historia con la actriz italiana Pier Angeli, de cuya esquizofrenia toma conciencia cuando le sobreviene un brote en Madrid y la apartan de su lado de forma definitiva. Fue dos años antes de que apareciera muerta por una sobredosis de barbitúricos en un apartamento de Los Ángeles.
Rocambolesca fue, en cambio, una escena en 1973 con la imponente Ornela Mutti en Cebo para un adolescente. La actriz no era capaz de sollozar como pedía el guion y acabó reclamando una buena botella de champán (“nada de cava del Penedés”) para conseguirlo. O cuando él y a otros actores, también en los setenta y vestidos con sotana durante un parón del rodaje de la película El sacerdote, se dieron de bruces con una madre que salía de un funeral porque había perdido a su hijo joven al caerse de un andamio. Ella les imploraba consuelo y ayuda para encontrar sentido a tanto dolor. No supieron reaccionar ni aclarar el malentendido. O los gritos del director Luis Lucia (“me cago en el padre de los hermano Lumière”) al comprobar que Gutiérrez Caba era absolutamente incapaz de acercarse a una vaquilla con maneras de torero en la película Las cuatro bodas de Marisol.
Impresiona la relación tan extensa de directores fundamentales, de varias generaciones, con los que ha colaborado. Hace bien el actor en recrearse en sus trabajos más premiados o reconocidos, de La colmena a La comunidad (primer Goya) pasando por El cielo abierto (segundo Goya); o en detenerse no solo en clásicos como La caza (“creo que la censura franquista nos hizo un favor a todos sugiriendo un corte en el título original: La caza del conejo”) o la citada Nueve cartas a Berta, puntas de lanza de lo que se conoció como Nuevo Cine Español, sino también en películas anodinas e incluso espantosas pero que le permitieron hacer amistad con mitos de la época, de Marisol (“una criatura preciosa de la que uno podía quedarse prendado de esa manera que los franceses han definido tan bien como amour fou”) a Rocío Dúrcal pasando por Joan Manuel Serrat o Julio Iglesias.
Augura al final del libro que los años que le quedan le tocará hacer de abuelo provecto; eso, añade, si el cine sigue existiendo y se acuerdan de él. Debería ser así: el cine se lo debe y él, a estas alturas ya, nos lo debe a nosotros.
Memorias de cine. Emilio Gutiérrez Caba Editorial Cátedra. 304 páginas. 21 euros