Nacido en el neoyorquino distrito de Queens, crecido en el legendario Little Italy en donde fue almacenando algunas de las nostálgicas, contundentes imágenes que ilustran su obra, Scorsese (1942) se ha buscado un rincón en la historia de las pantallas, ese que ahora premia el Princesa de Asturias de las Artes.
Su cine es grande, como lo son los personajes que levantan sus películas, seres siempre por encima del plano medio de los hombres y mujeres que pueblan el planeta. Personas que viven situaciones anómalas, en mundos marcados por circunstancias distintas a los que deben enfrentarse en inestables momentos que, en última instancia, determinan convulsas existencias. Todo ello vehiculado por una cámara y un objetivo llenos de verdad: La verdad como principio y fin de una forma de hacer cine que no admite medias tintas.
Tras premiar a Woody Allen en 2002 y a Coppola en 2015, la Fundación que otorga estos premios cierra el círculo del reconocimiento al cine surgido desde y por Nueva York al centrar foco en el tercero de los grandes realizadores nacidos en aquella icónica urbe. Bien.
Como su valiente forma de hacer deja muy claro y así trasluce el conjunto de su obra, la vida es algo extraordinario que nos llega por añadidura. Algo que merece ser afrontado cuando los corsés y los límites se diluyen. Es así, insiste en cada una de sus realizaciones, aunque el maravilloso ejercicio de afrontar esa libertad conduzca a la destrucción.
Scorsese dixit, así lo viene haciendo desde entonces, cuando desde una sala oscura nos instaló en un taxi en el que, deslumbrados, seguimos transitando.