Lo disfuncional hace gracia. Al menos como espectador. El viejo axioma que proclamaba Alan Alda en Delitos y faltas, eso de que la comedia es tragedia más tiempo (o más distancia, en el caso del público). La fuerza de la costumbre acaba convirtiendo en normalidad lo feo y dañino. Así, cuando la perfección amenaza con entrar, todo se tambalea porque, admitámoslo, a nadie le gusta reconocer que ha estado equivocado durante mucho tiempo.
Michiel ten Horn debutaba en 2012 en el mundo del largometraje con esta Eva van End, una cinta que a todo buen cinéfilo recordará sin duda a Todd Solondz y Wes Anderson. El holandés se apoya en ese humor tan propio del cine independiente que consiste en presentar a personajes excéntricos, lanzarlos a una situación dramática y observar sus hieráticas reacciones.
Caos absurdo
La película se aleja de los gags lanzados con ametralladora y persigue sacar una sonrisa honda al espectador. A medida que la trama avanza y todo se desmorona, uno, metido en la historia hasta las cejas, no puede evitar reír ante el infortunio de los personajes, y entonces es difícil parar porque todo, absolutamente todo, se entrega a un caos absurdo.
Es inevitable acordarse de Pequeña Miss Sunshine, ese icono indie, viendo a estos holandeses: familia disfuncional, reacciones pasivas, situaciones patéticas y hasta una niña algo gordita y con gafas. Sin embargo, Eva van End hace su reflexión sobre la aceptación (y celebración) de la mediocridad con más mala leche que la cinta estadounidense. Ahí radica su principal diferencia con otras películas de la misma rama. Eva van End no se corta a la hora de mostrar las consecuencias de los puñetazos que da la realidad. Sin caer en lo desagradable ni lo melodramático, la película encumbra dos momentos que narran visualmente la muerte de la inocencia de la Eva protagonista (un consejo: eviten traducir el título original para no desvelar cierto giro).
La felicidad de la ignorancia
Citábamos antes a Solondz y Anderson, cuyo estilo visual es reconocible aquí. Ten Horn ofrece esos planos de mimo compositivo en los que sus personajes interactúan con el entorno con su sola presencia, respirando y creando una hermosa estampa que se acerca al teatro del absurdo. Para mayor regocijo, la música de Djurre de Haan recuerda a esas melodías irónicamente felices del Mark Mothersbaugh de Academia Rushmore y Los Tenenbaums: Una familia de genios.
Es fácil ser mediocre y difícil reconocerlo. El bueno de Veit, ese estudiante de intercambio alemán que encarna la perfección, es la representación de esa llamada de aviso tan inoportuna que hace la vida a veces, ese darse cuenta de que uno puede (y debe) hacerlo mejor, esa vergüenza de saberse cómodo en lo anodino, la incomunicación y la mentira. ¿Y si aspirar a ser mejor persona, a realizarse en la vida, no compensa? ¿Y si resulta que vivir en la ignorancia es el auténtico modo de ser feliz?
Dirección: Michiel ten Horn
Guion: Anne Barnhoorn
Intérpretes: Vivian Dierickx, Jacqueline Blom, Ton Kas, Tomer Pawlicki, Abe Dijkman, Rafael Gareisen y Anandi Gall
Música: Djurre de Haan
Fotografía: Jasper Wolf
Países Bajos / 2012 / 98 minutos