Y, sin embargo, fue una mujer. Una mujer tímida y arrebatada al mismo tiempo, libre y sensual, una mujer que resultaba ser tan ambiciosa en su peregrina obsesión por las joyas como generosa en la amistad y en la defensa de causas sociales que mucho tiempo después se convertirían en derechos humanos. Su carácter indómito le permitió esquivar el destino destructivo que la vida les tiene preparado a las niñas prodigio.
Terenci Moix la conoció bien y escarculló a través de la pantalla cada uno de los pigmentos de su iris lapislázuli que al contacto con la cámara se volvía violeta, cada uno de los poros de su piel lechosa, aunque no hablara nunca con ella. Si lo hubiera hecho quizás se habría convertido en uno de los hombres que verdaderamente le gustaron, como Rock Hudson, Montgomery Clift y James Dean, sin que a ellos les gustaran verdaderamente las mujeres.
Seguramente hay quienes la recuerden como Maggie, la gata sobre el tejado de zinc que quema, tratando de seducir en una tórrida noche de verano de manera apasionadamente felina a su marido, un deportista venido a menos, borrachuzo, hijo de un adinerado hombre de negocios sureño y atormentado por un sentimiento de culpabilidad en el suicidio de su mejor amigo. Nadie puede olvidar aquel “no vivo contigo. Ocupamos la misma jaula, eso es todo”, como tampoco el incomprensible hecho de que alguien pueda rechazar a una mujer tan viva y explosiva, tan sencillamente hermosa.
Otros no la olvidarán metida en la piel de Gloria y vestida con sus modelos, una mujer marcada que, al contrario de lo que aparentaba su modo de vida, solo aspiraba a lo que todo ser humano: a amar y a ser amada. En fin, a otros, les será imposible no recordar la respuesta a la pregunta de ¿quién teme a Virigna Woolf?, ni dejar en el desván de la memoria a la temperamental Martha, la atormentada esposa de George, un profesor universitario con el que mantiene una endiablada relación matrimonial, entre aullidos de lobos feroces. Para entonces, Elizabeth Taylor había vuelto loco a Richard Burton y se había vuelto loca con él, y la pareja trasladaba a la pantalla sus propias aventuras y desventuras personales, sus discusiones de alcoba, sus broncas de camerino y sus reconciliaciones amorosas tras cualquier biombo chino.
Para mí, siempre fue un sueño, aunque, por consejo de Terenci, nunca diré que lo fue. Un sueño de cuando el último verano llegaba de repente al abrirse las puertas de la terraza del Cine Avenida, mi Paradiso particular en aquella infancia turrera cada vez más cercana, y veíamos a las perseidas en su recorrido desde el cielo a la pantalla, mientras se iban abriendo las flores de la dama de noche entre las buganvillas de su tapia.
Aquel cine de verano, junto a la rambla que bajaba hasta el irónico río Aguas, era la vida misma, siempre abierta a lo por venir. Los zagalones lo sabíamos y, por eso, utilizábamos todo tipo de artimañas para que la buena de la tía Anica Pérez se hiciera la despistada en la taquilla y dejara que nos coláramos, a pesar de que la película viniera con la calificación “3R”.
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