Sultán

Pero lo de Sultán fue distinto. Era el perro de unos familiares y por esa cercanía lo sentíamos casi como nuestro. Andaba por aquella casa olisqueándolo todo, durmiendo junto a él con las patas delanteras dentro de las zapatillas que en un gesto metódico el abuelo colocaba, muy derechas y juntas, a los pies de la cama. Una noche y otra al borde de su sueño, camuflando las pezuñas en las pantuflas de un amo, ya por entonces definitivamente enfermo.

Y aquel hombre, la tos que no remite, acabó por morir. Le llevamos una tarde al cementerio de su pueblo, a 19 kilómetros de aquí, donde yacían sus abuelos, sus padres y aquella hija tan joven que tuvo desde siempre un soplido rasgándole el pecho.

Entonces arrancó la verdadera historia de Sultán. Su vivir entre nosotros el día para, llegado el atardecer, perderse en el horizonte de la carretera para pasar la noche, (lo supimos algún tiempo más tarde), como lo hiciera antes a los pies de su cama, sobre la tumba del amo inexplicablemente ausente. Apenas amanecido regresaba un Sultán jadeante para olisquearlo todo hasta que la caída de la tarde lo llevaba de nuevo a su cita lejana.

Ya digo que historias como la suya acaso haya. Que su consumirse en el esfuerzo de recorrer cada noche 38 kilómetros para acompañar al amigo puede que no sea exclusivo…Pero cuando se asomaron con “ha muerto Sultán” en la boca, nos golpeó el corazón la imagen de sus últimos tiempos, cuando ya medio ciego emprendía agotado, tan viejo, su indescriptible camino hacia la amistad.

Hachiko

Rescato este trozo de verdad, tan real y cercano, a propósito de un estreno que tiene a otro perro y a otro hombre como protagonistas. Hablo de Hachiko. Siempre a tu lado, en la que Richard Guere da vida al médico japonés (reconvertido en esta ocasión en profesor de música americano) que hace 80 años alentó, con su muerte, la desgarradora espera que el cine nos acerca.

Durante nueve años, día tras día, el perro Hachiko aguardó en el mismo lugar, a las puertas de una estación de tren, el regreso imposible de su amo. Esta entrega. Esta conmovedora perseverancia inunda de emoción la película y la sala.
Convertido en icono popular en Japón, aquel perro de raza akita había sido ya objeto de especial atención a través de dos libros infantiles y una película, Hachiko monogatari, firmada en 1987 por Seijiro Koyama.

Sin duda, esta popularidad crecerá ahora a nivel mundial de la mano de Lasse Hallstrom, director entre otras de Las normas de la Casa de la Sidra, al que de entrada hay que agradecer que a diferencia de lo que habitualmente ocurre cuando hay animales en pantalla no nos presente un despliegue de heroicas gracias o comportamientos casi humanos. Hay contención. Oficio. Nada de excesos. Este perro simplemente espera y en esa espera radica su grandeza.

No es, ni mucho menos, cine de altura. Pero es buen cine y lo es en fondo y forma. Se le puede acusar de blandengue, de facilón, de… pero lo incontestable es que logra que en cada espectador haya un ser humano conmovido. Que la emoción aflore. Que haya un sentir global henchido de buenos sentimientos. Un condolerse…

Y eso, aunque pueda tildarse, y no sin puntos de razón, de sensibloide, es muy de agradecer, especialmente en estos días en los que en la cartelera arrasan violentas propuestas cargadas de superficialidad y apocalípticos efectos especiales.