Andreas y Simon, policías y amigos, llevan una vida muy diferente. Andreas es feliz con su mujer y su hijo; Simon acaba de divorciarse y ha encontrado en el alcohol una compañía que lo está aniquilando.
Todo cambiará cuando en el ejercicio de su profesión intervienen en la pelea de una joven pareja de yonquis y descubren a un bebé en el fondo de un armario. Andreas, el hombre estable y comedido, se verá desbordado por una circunstancia límite e irá perdiendo la idea de lo que la justicia comporta. Entre tanto, Simon, pese a su desordenada existencia, intentará restablecer las sutiles fronteras que tantas veces confunden el bien y el mal.
Provocadora y desafiante
En el ánimo de provocar y obtener respuestas, Susanne Bier, heredera de los postulados transgresores de Von Trier y el movimiento Dogma, hace que nos preguntemos quiénes somos para creernos mejores que los demás. Nadie sensato se atrevería a dejar sobre la mesa una respuesta contundente cuando el previo a la interrogante es la puesta en escena de una circunstancia como la que se vive en Una segunda oportunidad, que no acaba de quedarnos claro si es, para los protagonistas, segunda o fallida.
En el haber del filme, el equilibrado planteamiento de las nociones básicas por las que se rigen el bien y el mal. En el debe, un cierto tremendismo en el perfil de los personajes que deviene, o casi, en caricatura.
Con todo, y pese a esa tendencia que parece inevitable en el cine de la danesa de extremar las caracterizaciones, Una segunda oportunidad, sobriamente interpretada por Nikolaj Coster-Waldau, al que no se le va de la mano su personaje ni en una sola escena -y hay varias en las que despeñarse sería lo más fácil-.
Desafiante con lo establecido y con los gustos del espectador medio, Bier no se corta y, paradójicamente, crece como cineasta para el gran público. No son pocos los que la señalan como efectista y estridente -es cuestionable la utilización del sufrimiento de un bebé para arañar la sensibilidad de quien observa-, pero ella sigue aportando propuestas no convencionales que, en el fondo y en la forma, nos remueven y hacen que abandonemos la sala preguntándonos si estamos seguros de ser mejores que el que tenemos al lado y nos mira, acaso imbuido en la misma duda.