A los 16 años dejó aparcada su vocación por la ingeniería y comenzó sus estudios de artes escénicas en la escuela berlinesa del director de cine y teatro Max Reinhardt. Pronto inició su carrera cinematográfica con Dinero en la calle (Georg Jacoby, 1930) y se haría mundialmente famosa por su actuación en la película Éxtasis (Gustav Machaty, 1933), en la que aparece completamente desnuda, primero al borde de un lago y después corriendo por la campiña checa. Fue la primera actriz en escenificar un orgasmo mostrando su rostro, por lo que le llovieron censuras y condenas, incluidas las del Vaticano.
El magnate de la industria armamentística germana Friedrich Mandl se enamoró perdidamente de ella y arregló con sus padres un casamiento de conveniencia, en contra de su voluntad y cuando todavía no había cumplido los veinte años de edad. Hedy calificaría posteriormente la época de convivencia con su marido filonazi como la condena a un verdadero infierno. No obstante, aprovechó las reuniones de trabajo y cenas a las que Mandl la forzó a asistir para aprender y recopilar información de los clientes y proveedores de su marido acerca de las características de la última tecnología del eje Berlín-Roma en cuestión de armamento. Años más tarde, despertada nuevamente su pasión por la ingeniería, utilizaría todos los conocimientos adquiridos para idear y patentar la técnica de conmutación de frecuencias, que cedió más tarde al Gobierno de Estados Unidos.
En 1937, Hedy pudo escapar al fin de las celosas garras de Mandl y del castillo de Salzburgo donde vivía como en una “jaula dorada” en un episodio rocambolesco que la llevó hasta París y del que existen diferentes versiones -incluida la confesión de la propia actriz-, cada una de las cuales hubiera servido para un trepidante guion cinematográfico. Ya en París y con los guardaespaldas de su marido pisándole los talones, consiguió viajar a Londres, a donde llegó con lo puesto y con unas pocas joyas que había conseguido reunir poco antes de su precipitada huida. Con la venta de las mismas pudo obtener el dinero del pasaje con el que pudo fugarse a Estados Unidos. Lo hizo en el mismo barco en el que regresaba Louis B. Mayer, el magnate de la Metro Goldwyn Mayer (MGM), a quien convenció de que la contratara como actriz. A cambio, el empresario le sugirió que cambiara su nombre por el de Hedy Lamarr. Al llegar a tierra, ella tenía un contrato de siete años y un nuevo nombre, y él la esperanza de convertirla en otra Greta Garbo o Marlene Dietrich.
Tras el estreno de su primer largometraje en Estados Unidos, Algiers (John Cromwell, 1938), compartiendo pantalla con Charles Boyer, empezó a destacar en películas como La dama de los trópicos (Jack Conway, 1939), coprotagonizada con Robert Taylor, y con Esta mujer es mía (W.S. Van Dyke, Frank Borzage y Josef von Sternberg, 1940), en la que tenía a su lado a Spencer Tracy.
En la década de 1940 trabajó con directores de la talla de King Vidor (Camarada X, 1940; Cenizas de amor, 1941), Jacques Tourneur (Noche en el alma, 1944), Robert Stevenson (Pasión que redime, 1947) y Cecil B. DeMille (Sansón y Dalila, 1949, con Victor Mature en el papel del gigantón filisteo).
En total, protagonizó una treintena de películas, pero no siempre tuvo el acierto de elegir bien (tampoco acertó demasiado en sus relaciones amorosas, encadenando otros cinco matrimonios después del de Mandl). Sin ir más lejos, parece ser que rechazó dos obras de arte como Luz de Gas (Torold Dickinson, 1940) y Casablanca (Michael Curtiz, 1942), y se quedó a las puertas de interpretar el papel de Escarlata O’ Hara en Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939). Trabajó en el cine hasta 1958. En 2017, Alexandra Dean realizó Bomsbel, un revelador documental a partir de materiales de archivo, que incluían algunos testimonios de la propia Hedy, con los que se adentraba en la más que interesante vida de la actriz, exponiendo sus luces y sus sombras.
Y es que su vida no se limitó a los entresijos cinematográficos. A raíz del trágico hundimiento de un barco lleno de refugiados por parte de un submarino alemán en septiembre de 1940, decidió volcarse en encontrar la forma de poner en práctica lo que había aprendido en sus estudios de ingeniería y en el “espionaje” que había llevado a cabo en las empresas de su primer marido. Ofreció sus ideas y su trabajo al recientemente creado National Inventors Council, pero su oferta fue amablemente rechazada por las autoridades militares, que le aconsejaron que centrase su colaboración promoviendo la venta de bonos de guerra, como hacían otras actrices de éxito.
Sin embargo, Hedy, lejos de desanimarse, ideó, junto a su representante artístico, una exitosa campaña en la que cualquier persona que adquiriese 25.000 o más dólares en bonos podía recibir un beso de la actriz: en una sola noche se recaudaron más de 7 millones de dólares. Pero la inconformista actriz vienesa no encontró demasiada satisfacción en esta actividad, que consideraba menor. En realidad, lo que ella deseaba era aportar sus conocimientos técnicos para mejorar las comunicaciones entre los ejércitos aliados, aspecto clave en una guerra con un gran movimiento de tropas por tierra, mar y aire. Así, mientras de día atendía sus compromisos cinematográficos y participaba en cierta medida del glamour de Hollywood, por la noche se afanaba en sus trabajos de ingeniería, tratando de crear un sistema de comunicación secreto que ayudara a luchar contra el nazismo.
El artilugio ideado por Lamarr partía de una idea tan sencilla como eficaz: se trataba de transmitir mensajes fraccionándolos en secuencias cortas, que cambiaban de frecuencia de forma aparentemente aleatoria, y podían espaciarse de forma irregular, de tal modo que era prácticamente imposible recomponer el mensaje si no se conocía el código base. El receptor estaba sintonizado a las frecuencias elegidas para la emisión y tenía el mismo código de cambio, saltando de frecuencia sincrónicamente con el transmisor. Para resolver el problema de la sincronización, Hedy Lamarr se alió con el pianista y compositor George Antheil, que había logrado sincronizar sin cables las 16 pianolas que formaban parte de la orquesta mecánica diseñada por él mismo poco tiempo atrás. Este procedimiento fue el inicio de lo que hoy día se conoce como “transmisión en espectro ensanchado por salto de frecuencia”, técnica que permite las comunicaciones inalámbricas a largas distancias de que disponemos en la actualidad, pero, en aquel momento, de lo que se trataba fundamentalmente era de interferir los torpedos de los submarinos alemanes, los llamados “asesinos silenciosos de Hitler”, y de construir por parte del ejército aliado otros proyectiles teledirigidos por radio e imposibles de detectar.
Hedy y George solicitaron el registro de su patente el 10 de junio de 1941 y la obtuvieron 14 meses después, cuando EE.UU. ya había entrado en la guerra. Sin embargo, de acuerdo con lo afirmado por la propia Hedy, el invento no se utilizó de forma inmediata: «La marina rechazó mi invento. Sus altos jefes me dijeron ‘Eso déjelo para nosotros’ (…). ¡Qué estúpidos! (…). Pero más tarde, cuando venció la patente, la misma marina se apropió del invento. Después de vencida, yo tenía seis meses para reclamar y renovarla…, ¡pero no lo sabía!». En 1957, los ingenieros de la empresa Silvania Electronics Systems Division desarrollaron el sistema patentado por Hedy y George, solucionaron ciertos puntos vulnerables que se habían detectado en su mecanismo y aprovecharon los avances habidos en los transistores para transformarlo de mecánico en electrónico. Poco después sería adoptado para las transmisiones militares.
La primera aplicación conocida se produjo durante la crisis de los misiles de Cuba, en 1962, en que la fuerza naval enviada por Estados Unidos empleó la conmutación de frecuencias para el control remoto de boyas rastreadoras. Después de Cuba se adoptó la misma técnica en algunos dispositivos utilizados en la guerra del Vietnam y, más adelante, en el sistema de defensa por satélite (Milstar). En la actualidad, muchos sistemas de comunicación y de transmisión de datos sin cable emplean sistemas de espectro ensanchado, entre ellos todas las tecnologías inalámbricas de que disponemos en la actualidad, como el Wifi, el BlueTooth y los teléfonos móviles.
Cuando al fin le llegaron los reconocimientos como inventora, para Lamarr ya era demasiado tarde. En 1997, al comunicarle la concesión del Pioneer Award de la Electronic Frontier Foundation (EFF), conjuntamente con George Antheil (que lo obtuvo a título póstumo), la octogenaria Hedy no se inmutó y se limitó a comentar de forma escueta: “Ya era hora”. Tan solo tres años después su hijo cumplió el deseo de llevar sus cenizas a su Viena natal, a pesar de que había conseguido la ciudadanía estadounidense medio siglo atrás.
Hedy Lamarr fue bella entre las bellas, pero nadie como ella añadió a su belleza natural una inteligencia poco común, la audacia del genio creativo, el arrojo para no detenerse ante nada de lo que se le pusiera por delante y el inconformismo necesario para vivir su vida o, al menos intentarlo, sin más dictados que los de sus adentros.
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