Crepúsculo y Luna nueva
Autora de la tetralogía que arrancó con Crepúsculo, a la que siguieron Luna Nueva, Eclipse y Amanecer, Meyer ha visto sus obras traducidas a más de 50 lenguas y ha sentido como sus alforjas se llenaban, no sólo por los millones de libros vendidos en cada una de sus cuatro entregas, sino porque la adaptación cinematográfica de la primera de ellas, Crepúsculo, ha recaudado hasta la fecha más de 350 millones de euros.
Caliente todavía aquel primer envite, se nos pone la carne de gallina con Luna nueva, una segunda adaptación que se aleja más si cabe de lo que puede o debe entenderse (y sentirse) como buen cine.
Nadie discute que estamos ante un fenómeno económico de envergadura. Cabe incluso alegrarse de que en estos tiempos de penurias y crisis, algo funcione a nivel planetario y muchos, al rebufo de los chupasangres, estén haciendo su agosto y septiembre y octubre y más, mucho más.
Pero como lectores y espectadores tenemos derecho a defendernos y a decir con toda la fuerza de nuestras voces que esto ni es cine de calado, ni literatura de recibo. Y eso que con asombro asistimos a críticas y opiniones (allá cada cual con sus intereses) vertidas por supuestos expertos que nos intentan vender todo este fenómeno de puro marketing como entretenimiento de altura. Y no, decididamente no, al menos para quien esto escribe.
La saga crepuscular, con más de 700 páginas en cada una de sus entregas en papel y más de dos horas en cada una de las versiones estrenadas en pantalla, (larguísimas las unas, interminables las otras) ha dado paso a todo un aluvión de libros y películas sobre el tema, una auténtica fiebre de la palidez y la succión, un oportunista despiporre de vampiros afectados, miraditas de soslayo y frases ampulosas. Esto no hay quien lo aguante. ¡Hartos estamos de que nos chupen la sangre!
Y para rematar, 2012
Y este desangrarse sin sentido se agrava más si cabe porque la otra cara de la moneda la constituye el apocalipsis. Si asumir lo vampírico tiene su trago, qué comentar cuando comprobamos que la otra gran triunfadora que arrasa en las taquillas del mundo es 2012, una catastrofista visión de lo que al planeta le espera. La película de Roland Emmerich, presentada como el no va más de la acción, no tiene ni pies ni cabeza. Efectos especiales, sí. Todo lo imaginable. Pero nada más.
El cine merece un respeto. Es más o debe de ser más que una sucesión de excesos. Un despliegue de maquetas que se desploman entre músicas estridentes y muecas de terror. 2012 no pasa de ser una mala caricatura que no deja en ninguno de sus 158 minutos de duración la sensación de algo real. Estamos ante una pantomima virtual y, como tal, el espectador la percibe.
Triste es asistir al triunfo incuestionable de este despliegue hollywoodense de chupasangres y derrumbes. Sobre todo cuando la cartelera está llena de propuestas muchísimo más interesantes, por ejemplo, y por citar sólo tres de las que dos son españolas: Celda 211, Los condenados o (500) días juntos.
Pero eso es otra historia, -la de las buenas propuestas que malviven en las carteleras- , de la que otro día hablaremos.