Tercero de los hijos de una familia de emigrantes formada por una madre letona de carácter dulce pero fuerte y un padre alemán de origen polaco que impartía clases de lenguas extranjeras en la Universidad de Columbia, Joseph Leo, que siempre tuvo como declarados referentes la sensibilidad y la cultura de su progenitor y el ingenio de su hermano Herman -ocho años mayor que él y escritor de prestigio que logró el Oscar al mejor guión con Ciudadano Kane-, se licenció en Artes en aquella Universidad mucho tiempo antes de convertirse en un icono de la dirección cinematográfica de todos los tiempos.
“En legítima defensa…”
Llegó a dirigir, como confesó, “en legítima defensa de mis guiones. Harto de ver como productores y directores de tercera categoría desvirtuaban excelentes textos”.
Pasó como un ciclón sin que en un primer envite se percibiese la enorme cantidad de tópicos que pudo derribar a través de una forma de hacer cine basada en su voraz afición por la lectura, en un rigor intelectual y honda formación en disciplinas diversas y en una cultura cuyas dimensiones habían asomado hasta entonces con cuentagotas en el mundo del celuloide.
Rompió esquemas, provocó críticas (Kirk Douglas llegó a decir que era demasiado intelectual para el mundo del cine) y suscitó un casi sagrado respeto. Aunque al tiempo se vió envuelto en no pocos conflictos, como el que vivió con el todopoderoso Louis B. Mayer a raíz del idilio del director con la actriz Judy Garland, los que mantuvo con los escritores Graham Greene y Tennessee Williams, acaso el más sonado fuera con el escritor Scott Fitzgerald, al que corrigió pasajes que consideraba demasiado literarios y que provocó aquello de “si algún día se menciona mi nombre en la historia de la literatura será a pie de página, como el cabrón que reescribió a Fitzgerald”.
Al desnudo
No son pocos los que consideran que Eva al desnudo contiene los diálogos, muchos de ellos en boca de una Bette Davis que encuentra aquí el mejor papel de su carrera, más impactantes de la historia del cine. Un deslumbrante festín que nace, totalmente reinventado por el cineasta, de un relato breve de Mary Orr publicado en la revista Cosmopolitan.
Si la inteligencia de su mirada no se hubiera apagado en Nueva York en 1993, cumpliría ahora 100 años probablemente aferrado a la pipa que le colgó siempre en la esquina izquierda de la boca, aferrado seguramente a uno cualquiera de los libros que, estuviera donde estuviera, tenía siempre entre las manos, al gusto por el diálogo, los amigos y el alcohol, a la pasión por la belleza y por las bellezas- “Joe sabe más de las mujeres que ningún otro hombre que yo haya conocido”, dijo de él la actriz Ann Baxter -, el juego, el teatro, la ópera, -llegó a montar una versión de La Bohème en Nueva York- y el psicoanálisis, a la defensa de la libertad (que ejerció con valentía y secuelas en las difíciles circunstancias de la Caza de Brujas de McCarthy). Como presidente del Sindicato de Directores que fue, se opuso tajante a la obligatoriedad, propuesta por el decano de la organización, Cecil B. DeMille, a que los asociados firmasen un juramento de lealtad anticomunista.
Aura
Pero a pesar de sentencias como esas, el respeto a su rigor intelectual, a sus principios y a su forma impecable de ver y hacer salió fortalecido, engrandecido en todas y cada una de sus apuestas.
Como ha escrito el director español Fernando Trueba, Mankiewicz, único autor que logró dos Oscar en dos años consecutivos, elevó el coeficiente mental del cine a alturas hasta entonces insospechadas. Si lo comparamos con la mayoría de las películas que se exhiben hoy en cualquier ciudad “civilizada”, el desfase es aún más abismal.
Se fue sin ruido. Desengañado de que “Hollywood se haya convertido en un gran burdel en el que se hacen las cosas más comerciales y espantosas que uno pueda imaginar. No tengo cabida en esa industria”. Joseph Leo Mankiewicz dixit.