A sus años y por primera vez en su vida, Daniel Blake, un carpintero inglés de 59 al que el corazón parece darle muestras de hasta aquí, se ve obligado a recurrir a las ayudas sociales tras haber trabajado con honradez a lo largo de más de cuatro décadas.
A pesar de que el médico le ha prohibido trabajar, la Administración le obliga a buscar un empleo si no desea ser sancionado y que la posibilidad de ayuda se aleje definitivamente, algo que le acarrearía quedarse en la calle sin ningún tipo de prestación, como otro más de los muchos sin techo que pueblan los suburbios británicos.
En el transcurso de sus citas al Job Center, Daniel se cruza con Rachel, una madre soltera de dos niños que tuvo que aceptar un alojamiento a más de 400 kilómetros de su lugar de residencia para evitar que la enviasen a un hogar de acogida. Encallados en una situación en la que nunca hubieran deseado estar, Daniel y Rachel intentarán ayudarse mutuamente en el marco de una realidad, un verdadero infierno burocrático, del que juntos intentarán salir.
Real como la vida
Desde esos tristes mimbres, Paul Laverty, habitual guionista de Loach, traza una historia real como la propia vida, lamentable como lo son tantas situaciones del mundo de hoy. Con esos injustos patrones, el veterano cineasta británico, que ya ha cumplido los ochenta, dibuja en la pantalla una veraz historia que, en sus propias palabras, «aborda la maraña de aberraciones administrativas a la que la mayoría de las personas deben enfrentarse en la actualidad en Gran Bretaña y ante las que el individuo se siente desoladamente impotente».
Es la segunda ocasión en que Loach gana la Palma de Oro de Cannes, tras El viento que agita la cebada, en 2006. Pero estos no han sido los únicos galardones que el realizador ha celebrado en el marco del festival, ya que cuenta en su haber con tres Premios del Jurado dentro de las 19 ocasiones en que, desde los años 70, ha presentado película dentro de las diferentes secciones del certamen.
Con su honestidad habitual, Loach no se corta y por la pantalla desfilan toda esa ristra de medidas que, en teoría, se han creado para facilitar la vida de las personas pero que, en la pura y dura realidad, esconden la perversión de un sistema para el que el individuo no cuenta.
La irracionalidad reina entre automatizados contestadores telefónicos ante los que es inútil intentar el diálogo, funcionarios que esgrimen normativas que están a millones de kilómetros de la menor empatía, internet como una herramienta de progreso que, en ocasiones y para una parte importante de la población, dificulta más que alivia los siempre engorrosos trámites administrativos y, en definitiva, disposiciones y reglas a las que el ser humano les importa un carajo.
Intensidad y conmoción
Todo expuesto con una intensidad difícil de digerir sin sobresaltos en la que hay dos o tres escenas realmente conmocionantes, como la del comedor social en el que Katie (Hayley Squires), la joven madre, se desmorona. Y un protagonista, al que da vida el actor y humorista Dave Johns, que llena de verdad lo que se está contando.
No se arredra Loach a la hora de denunciar el desamparo legal y económico del que son víctima muchos de sus compatriotas. «La burocracia del sistema es absolutamente inaceptable y, sin embargo, lejos de amainar, crece la vergonzosa tormenta de la desigualdad que aboca cada vez a más personas a un callejón sin salida».
No se corta Loach –»no me cansaré de denunciar el lado perverso de una democracia, la nuestra, empeñada en culpabilizar a las víctimas de las terribles situaciones que tienen que soportar»–, que utiliza como herramientas para enfrentarse a ese monstruo sin cara una sensibilidad muy demostrada, un compromiso noble y directo con los damnificados y, especialmente, un cine de mucha altura.
«La dignidad ha dejado de ser un derecho. No es un accidente, es la propia esencia del sistema», afirma el director. Si todo lo relacionado con las prestaciones sociales está tan burocratizado es para que la gente que tiene que recurrir a ellas quede atrapada en el laberinto del papeleo, acabe por cansarse y desista de sus legítimos derechos».
«Hemos retrocedido»
Lo ha ganado casi todo en esto de las pantallas desde que hace cincuenta años rodase Cathy come home, ya un clásico que aportaba una cruda perspectiva de la gente sin hogar en una sociedad que mostraba profundas grietas. «Sin embargo, lejos de avanzar, hemos retrocedido. Estamos peor que entonces. El proyecto neoliberal se sostiene gracias a la vulnerabilidad de los trabajadores que se ven obligados a aceptar salarios bajos y empleos temporales. Para que el trabajador siga siendo vulnerable hay que hacerle creer que tiene lo que se merece, porque si la culpa fuera del sistema sería necesario cambiarlo y eso no interesa. En su desvergüenza, la burocracia y quienes la estimulan son muy eficaces», razonó Loach tras la presentación de su filme.
Ahí quedan sus palabras. Ahí su cine, pero seguro que buena parte de los responsables de lo que él denuncia estarán a estas horas muy lejos de las salas en las que se proyectan verdades tan irrefutables como este conmovedor Yo, Daniel Blake que, una vez más, pone el dedo de Ken Loach en la llaga de un sistema «que se derrumba, porque la situación y la injusticia nunca han sido tan alarmantes», apostilla el cineasta.
Dirección: Ken Loach
Guion: Paul Laverty
Intérpretes: Dave Johns, Hayley Squires, Natalie Ann Jamieson, Micky McGregor, Colin Coombs, Bryn Jones, Mick Laffey, Dylan McKiernan, John Sumner, Briana Shann, Rob Kirtley, Kema Sikazwe
Fotografía: Robbie Ryan
Música: George Fenton
Reino Unido, Francia, Bélgica / 2016 / 100 minutos