En realidad, afirmar que era una gran estrella o una leyenda no hace justicia a su tamaño ni da cuenta verdadera de su peso en la historia del cine. Quizá sea más adecuado señalar que jugaba en la misma liga que Cary Grant, Marilyn Monroe, Burt Lancaster, Marlene Dietrich, Clark Gable, Bette Davis o John Wayne.
Nacido Issur Danilovich Demskyr, el hijo del trapero no fue precisamente un actor camaleónico ni de múltiples registros. Seguramente era demasiado intenso para hacer un musical o una comedia aunque James Cagney era igual más intenso e hizo ambas cosas. Nunca premiaron su trabajo con un Óscar pero pocas filmografías contienen tantas películas inolvidables como la de Douglas, sin duda alguna, y con permiso del gran Travolta, el mejor hoyuelo de la gran pantalla.
Niño judío al que pegaban las bandas del barrio al grito de tú mataste a Jesucristo, creció adorando a su madre y amargado por no sentirse debidamente querido por su padre, ambos rusos emigrados a Nueva York; cuando tuvo su propia productora le puso el nombre de ella, Bryna, y siguió siempre pendiente de recibir algún gesto de cariño de él. A punto de cumplir treinta años se subió al tren que le llevó a Hollywood y a los pocos meses ya se había colado en el rodaje de una de las películas mayores del cine negro, Retorno al pasado (1947). Dos años después ya tenía papeles protagonistas como el del boxeador de El ídolo de barro.
En Hollywood descubrió pronto que nadie te quiere si no tienes éxito, que si vas cuesta abajo el personal se aparta, que es lo más parecido “a un tranvía rápido y abarrotado, al que suben de un salto jóvenes actores y actrices de talento, que constantemente empujan a otros”. Douglas, tipo duro donde los haya, tomó asiento y demostró que se bajaría por su propio pie. Entre un momento y otro, aparte de protagonizar y producir grandes películas y de arruinarse y recuperarse, le dio tiempo a ser novio de Gene Tierney, vivir un romance con Rita Hayworth o Pier Angeli, tener “sexo afectuoso” co Marlene Dietrich, divorciarse de su primera mujer y conocer a la que ha sido su esposa hasta su muerte.
Con Douglas es más fácil decir con qué director grande no trabajó que lo contrario. Diremos que fueron especialmente importantes aquellos con los que hizo más de una película, como Stanley Kubrick (Senderos de gloria, Espartaco), Richard Fleischer (20.000 leguas de viaje submarino, Los vikingos), Vincent Minnelli (Cautivos del mal, El loco del pelo rojo, Dos semanas en otra ciudad), Joseph Leo Mankiewich (Carta a tres esposas, El día de los tramposos) o John Sturges (Duelo de titanes, El último tren de Gun Hill).
Hace años una encuesta reciente a más sesenta profesionales y críticos de cine concluyó que su mejor papel fue el de Senderos de gloria (1957), cima a la vez del cine bélico y antibélico, ambientada en un episodio real de la Primera Guerra Mundial. Es uno de sus trabajos incuestionables pero tiene unos cuantos más igual de buenos que ése y mucho más populares. Aunque estaba soberbio de periodista sin escrúpulos en El gran carnaval (1951), de Billy Wilder, o de adúltero en Un extraño en mi vida (1960), de Richard Quine, seguramente sus mejores creaciones son aquellas en los que ya no cabe imaginar otro careto que el suyo al oír sus nombres, sean éstos Ulysses, Vincent Van Gogh o Espartaco. Encarnar al personaje protagonista de la estupenda versión que de La Odisea rodó Mario Camerini en 1954 le permitió a Douglas darse la buena vida en Italia durante una temporada. Cosa muy distinta fueron los otros dos papeles.
No era Douglas de esos actores que se llevaban el personaje a casa tras un día de rodaje, pero con Van Gogh hizo o se vio obligado a hacer una excepción. Tenía entonces la misma edad que el atormentado pintor cuando se suicidó. Visitó su casa, el cementerio y la institución para enfermos mentales en la que estuvo internado. Paseó por los mismos sitios y se metió tanto en el papel que a punto estuvo de perderse en él. La identificación fue tal que le costó sacárselo de encima. Pero de cara a los demás –recuerden: un tipo duro– no dijo entonces la verdad, no confesó a nadie hasta qué punto le había trastornado. De hecho, al poco de estrenarse la película, mantuvo este diálogo con John Wayne:
–¡Caray, Kirk!, ¿Cómo puedes hacer semejante papel? Quedamos muy pocos como nosotros. Tenemos que representar personajes fuertes, duros y no a esos mariquitas debiluchos.
– Oye, John, soy un actor. Me gusta hacer papeles interesantes. Todo es ficticio, John. Nada es real. Y en realidad tú no eres John Wayne.
El caso del esclavo y gladiador Espartaco fue otro punto y aparte en su vida. Douglas le dedicó primero un capítulo de sus memorias El hijo del trapero (Ediciones B, 1998) y, hace años, un libro entero, Yo soy Espartaco, editado en España por Capitán Swing (2014). Dalton Trumbo, guionista de la película, había sido el escritor mejor pagado de Hollywood pero acabó en prisión tras declarar ante el Comité de Actividades sobre su afiliación política en los años más desquiciados de la obsesión anticomunista. Puesto en la lista negra, Trumbo siguió escribiendo pero por muchísimo menos dinero, y firmando con una docena de nombres falsos durante años hasta que el Douglas que ejercía también de productor independiente decidió poner su verdadero nombre en los créditos de Espartaco. Una decisión improvisada por las circunstancias pero igualmente beneficiosa y valiente.
Como productor, esta cinta, probablemente el mejor péplum de la historia del cine, fue su proyecto más ambicioso. Durante el rodaje debió afrontar mil y una dificultades en forma de lesiones, fracturas, enfermedades, problemas con la censura y un larguísimo etcétera… Hubo que cambiar de guionista primero y ya con unas cuantas escenas rodadas se hizo lo propio con el director y la actriz protagonista. Tuvo que lidiar con egos tan gigantescos como los de la triada británica que integraban Laurence Olivier, Charles Laughton y Peter Ustinov. Y Douglas pudo con todo como productor y encima dejó una interpretación que sigue siendo tan emocionante hoy como en año 1960; entre sus momentos imborrables, brilla ése en el que todos los esclavos derrotados aseguran ser Espartaco y que estuvo a punto de no existir porque no convencía al joven y arrogante director Kubrick, a quien Douglas definió una vez como un “mierda con talento” y al que llegó a tirar una silla en un ataque de ira.
Pese a la grandeza indiscutible de su interpretación, Douglas siempre ha dicho que su mejor papel es el de vaquero en Los valientes andan solos, una película de 1962 escrita asimismo por Trumbo y dirigida por David Miller. También está tristemente convencido de que podía haber estado mejor que en ninguno de los papeles mencionados si las circunstancias le hubieran permitido meterse en la piel del Randle McMurphy de Alguien voló sobre el nido del cuco. Tenía los derechos de la novela de Ken Kesey y finalmente los heredó su hijo Michael, que produjo la película cuando su padre ya estaba demasiado mayor para protagonizarla. Lo hizo en su lugar Jack Nicholson y se llevó el óscar en 1976. Douglas no le resta méritos a la cinta dirigida por Milos Forman pero cree que Nicholson convierte, de forma brillante pero errónea, a un personaje que debía ser “astuto y encantador” en un “lunático”. Ninguna película le dio más pasta y ninguna recuerda con tanta pena. Nosotros, en cambio, les recordaremos siempre, sin pena, como un foco inagotable de intensidad con un hoyuelo inconfundible.