Disfrutar hoy de esta película en pantalla grande y en una sala llena es vivir una experiencia física que no hay cinta de superhéroes capaz de igualar: supone reír prácticamente cada treinta segundos durante dos horas.
Se cita a menudo a Fernando Trueba equiparando a Wilder con el todopoderoso (“me gustaría creer en dios pero creo en Billy Wilder”). Se cuenta menos que el director madrileño también lo calificó, aún con más tino, como “el Shakespeare del guión, el único rey, el mejor guionista de la historia del cine”. Sería bastante osado decir que aquel año de 1959 Wilder y I. A. L. Diamond firmaron el guión perfecto (y con el final perfecto), dado que un año después hicieron lo propio con El Apartamento. Lo que está claro es que la pareja estaba en la cumbre de su talento.
Puede parecer hoy que travestir a dos músicos era una apuesta segura para garantizar de entrada las risas pero, en realidad, era una jugada un tanto arriesgada. Se rodó en blanco y negro y mezclaba la screwball comedy con el cine de gánsteres cuando aquello no era lo habitual. En ella, Wilder experimentó dos descubrimientos fundamentales que marcarían el resto de su carrera. Por un lado consolidó su colaboración con Diamond, con quien sólo había escrito hasta entonces Ariane; de hecho, a partir de Con faldas y a lo loco Diamond ya solo escribió con Wilder y viceversa. Por otro lado dirigió por primera vez a Jack Lemmon, su actor fetiche desde ese momento como antes lo había sido William Holden.
Antes de ponerse a escribir, Wilder se encontró a Lemmon en un restaurante y le dijo que le gustaría contar con él para su siguiente película. Aunque ya le contaría con más detalle porque tenía prisa, accedió a resumirle el argumento: “Se trata de dos hombres que huyen de unos gánsteres, huyen porque corre peligro su vida, se disfrazan con ropa de mujer y se unen a una orquesta femenina”. Lemmon quedó espantado. Muchos años después, casi al final de su carrera, el actor diría: “Nunca volví a leer un guión de comedia que no solo fuera mejor, sino que se le pareciera remotamente”. La historia no era original. Estaba inspirada en una película alemana (Ellas somos nosotros) de la cual solo mantuvieron la idea de disfrazar a dos músicos para entrar en una banda. Cuál no sería la importancia que los dos guionistas daban a su texto, que la única vez que dejaron a Lemmon añadir tres palabras se reunieron media hora para discutir si la propuesta del actor merecía la pena.
Lemmon y Tony Curtis demostraron ser grandes profesionales dispuestos cada día del rodaje a pintarse los labios y subirse a unos zapatos de tacón sin rechistar. Llevaron peor las faltas de formalidad e impuntualidades de Marilyn Monroe, la estrella oficial de la película, que en ocasiones necesitó infinitas tomas para decir correctamente una frase corta.
Movidas aparte, el resultado fueron tres interpretaciones memorables. En el caso de ella da igual cuál de sus mejores escena elijamos. Podría ser su primera aparición en la estación o dándole vida a la petaca o sus números musicales. O cuando ya en el tren comparte juerga y litera de arriba con Lemmon. O, mejor, cuando trata de corregir la simulada disfunción eréctil del millonario que se inventa Curtis para seducirla. En todas esas secuencias tiene una luz especial. Parece estar iluminada por dentro.
En su libro de conversaciones con Wilder, el director Cameron Crowe le preguntó qué había de cierto en ese rumor de que el secreto de Marilyn “era una capa de vello facial, una especie de suave plumón que atrapaba la luz”. Wilder no descartó esa especie de barba transparente (“quizá, no sé, nunca iba a su camerino”) pero le contestó que todo era mucho más sencillo: la cámara estaba perdidamente enamorada de ella.
La película no fue recibida con mucha emoción por parte de la crítica. Tuvo varias nominaciones al Óscar y solo se llevó el de diseño de vestuario. Ni los críticos se enteraron ni los académicos supieron ver la grandeza de este antidepresivo sin fecha de caducidad que conviene tener siempre cerca y tomar de vez en cuando se necesite o no.