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La euforia del final abierto

Es el sueño de toda vida hecho realidad. Lo incomprensible, -un amor de película, romántico, inalcanzable-, explicado a través de la experiencia de cada participante en la tragedia, llegando a entender mejor la elección por el olvido, la muerte que se mece en las manos, la magia que se desvanece para no volver jamás. Sí, eso pasa. La película La desaparición de Eleanor Rigby, -perspectiva en pareja-, quedó reducida así de sus tres horas originales a dos y se estrenó en Cannes en 2014. El díptico Her y Him se había presentado el año anterior en Toronto.

Lo que algunos críticos han tildado de un trabajo “para amantes de los festines actorales”, este triple filme, -disponible en sus tres versiones en Filmin [1]-, tiene como caballos ganadores una exquisita complicidad entre Chastain y McAvoy, un rico elenco que se completa con William Hurt o Isabelle Huppert, y un aire indie, tostado, que escapa por la puerta de atrás de la oferta más comercial, y que nos deja un deseo de hacer cine sin ese agotador introducción-nudo-desenlace, tornándose en un tesis-antísitesis-síntesis, que da como resultado una obra que mirar, -no admirar-, con cautela.

Reflexionando sobre esta estructura cinematográfica cuanto menos atípica, me encuentro de bruces con los rastrojos de cada historia personal, de las versiones preconcebidas que logran transformar el error en aprendizaje, las ausencias vitales en un relato incompleto, y que te hacen desear que Ned Benson tome su cámara y te cuente la otra versión de la historia, asumiendo tu pérdida desde el fantasma y dolor del otro, explorando la mejor forma de aceptar una existencia plagada de desinformación, de finales abruptos, de encuentros increíbles que no lograron sobrevivir.

Es ahí donde llega el mejor aliado de una película, la mejor ironía de una fábula que se explora desde todos los prismas posibles para responder a todas las preguntas: es el cuchillo de doble filo que nos deja el recurso del final abierto. Si bien La desaparición de Eleanor Rigby se respeta por su intención y por ese paseo con dobles sentidos por la ciudad de Nueva York, se deja comprar por una melancolía que te recuerda que no hay vida sin realidad, y que no hay realidad sin un toque de sueño, abandonando al espectador en el punto en el que la historia parece merecerse un buen desenlace.

Es ahí donde uno vuelve a conectar con su propio relato, con la magia de los finales abiertos que piensas puedan revivirse, recuperarse. La vida es, sin embargo, un eterno final abierto, plagado de cabos sueltos. En este sentido, Ned Benson pone el broche de oro a su trabajo demostrando que da igual cuántas veces nos cuenten lo que pasó, cuántas voces lo hagan, cuántos giros de cámara se utilicen para ello. El dolor no se torna en gloria, y detrás del final feliz siempre está la versión de un nuevo desenlace que te sorprende, y te vuelve a dejar solo, ávido de respuestas que no existen.

Es posible que sólo el final abrupto tenga ese valor intangible de eternidad. Mejor dejémoslo abierto. Abierto para toda la eternidad.