Y cuando parece que la familia se desmorona, -porque qué otra cosa podría suceder-, y que todos al unísono iban a crear un drama queen -o queer, o como sea- porque su vida ha sido una farsa, comienza una trama que dibuja a modo de caricatura a color y con bastante brillantina ese proceso único por el que Morty pasa a llamarse Maura, y sus hijos pasan de llamarle papá a mopa (término que reúne en una palabra el concepto de mamá y papá) y a referirse a él en femenino.
Y todo esto al mismo tiempo que ellos pasan a cuestionarse su propia identidad, algo especialmente marcado en la historia de la hija pequeña, Ali, entendiendo a través de las decisiones de su progenitor que no siempre el camino marcado es el que hay que seguir y, sobre todo, que nunca es tarde para tratar de ser tú mismo.
Es a partir de ese espectacular comienzo, -ahora sí entendemos lo de trans-parent-, en el que la esencia de la familia Pfefferman empieza a completarse, a modo de puzle, con las nuevas amigas trans de Maura, a través de la fe judaica, que les lleva a un viaje de autoconocimiento a Israel en la cuarta temporada, y de todas esas barreras de una ficticia normalidad que cada uno derriba a lo largo de su vida.
Porque, ¿qué es normal? Para algunos lo aburrido, para otros un escondite de paz, para la mayoría un término inconcluso y excluyente. La fórmula mágica para esta lección bilateral de tolerancia en la que todo el mundo juzga pero nadie es derribado es Transparent, donde se juega continuamente con la experimentación de los límites, transformando estas cuatro temporadas y 40 capítulos de media hora en gominolas que se saborean sin tiempo para preguntas.
En esta historia tampoco podemos olvidar el papel que juega la ex mujer de Morty, Shelly, que en medio de una locura quien sabe si diagnosticada es capaz de lidiar con que ahora haya dos madres en la familia, así como con la primera novia, -y después con el primer novio- de Maura, mostrando a través de un personaje tan histriónico como irreverente que se puede llegar a ser feliz simplemente tratando de aceptar al otro como es.
Es la ironía de Transparent, cuando la estética sugiere un musical estrambótico por venir, nos propone una historia loca, de una familia loca, cuyo valor más importante es la sencillez (no loca) que trae consigo la aceptación de la persona a la que quieres.
La serie, que se estrenó en 2014, se ha erigido como una de las ficciones que más han luchado por la representación del colectivo LGTB+, poniendo sobre la mesa complicaciones a veces absurdas a las que las personas trans son sometidas en su día a día, -después de un proceso que se torna aún más complejo, como es el aceptar y visibilizar ante el mundo lo que son-, y que pasan desapercibidas para la mayoría de nosotros. ¿A qué baño tiene que ir? ¿quién tiene que cachearle en un aeropuerto?, etc.
Todo demasiado bonito para ser verdad. La ironía de Transparent no está por tanto en el no musical de una persona trans que ‘sale del armario’ a los 70 años, sino en el actor que lo interpreta, Jeffrey Tambor, que fue acusado de acoso por su asistente y por la actriz Trace Lysette, ambas trans. La denuncia supuso su despido inmediato, y el cierre apurado de la exitosa trama que se ha convertido en la primera serie de Amazon en recibir premios -ganó cinco Emmys con su primera temporada, entre ellos uno para Tambor-, además de ganarse tanto al público como a la crítica.
Es así como esta trama divina que no cayó en el cliché acaba convirtiéndose en uno, cuando a la cuarta temporada le sigue un final, ahora sí, en forma de musical en el que tratan de cerrarse las tramas y decir adiós a una de las series más revolucionarias de los últimos años. La ironía del prejuicio. El suicidio de esa realidad que supera al relato de su propia historia.