Al fin. Después de espectacularidades como Birdman (2014) de Iñarritu, El Laberinto del Fauno (2007) y La Forma del Agua (2017) de Guillermo del Toro o la estratosférica Gravity (2013), ya tocaba que al menos uno de estos directores emancipados vuelva la cabeza a la patria, a su México lindo, y narre desde la nostalgia. Algo real. Algo impregnado de la esencia de casa, del lugar al que se pertenece y al que siempre hay que volver. Físicamente o a través del recuerdo.
Uno de los artículos que se han escrito de este filme, -estrenado este mes de diciembre en Netflix y visionado en España sólo en tres cines (los Verdi de Madrid y Barcelona, y el cine Albéniz en Málaga)-, destaca que ésta es la típica película de la que se tiene que decir que es una gran película.
Están en lo cierto, pues cabe plantearse si este trabajo, -presentado en el Festival de Cine de Venecia, dónde se alzó con el León de Oro-, es una obra maestra o un alarde artificioso de técnica.
Pienso, por ejemplo, en, -y volvemos a Roma-, La Gran Belleza de Paolo Sorrentino. Un relato que respiraba desde la forma y la excentricidad a todo gas y a todo color. Encontrando en ese estilo la firma clásica que caracteriza el trabajo de este director.
La Roma de Cuarón, sin embargo, se encorseta en el limitado mundo del blanco y negro, taimando los colores que uno se esperaría de una película ambientada en México, para lograr contar, en medio de ese despliegue de recursos, la vida de la nana Cleo, una joven indígena que trabaja en la casa de una familia acomodada de clase media-alta cuidando (y criando) de los cuatro hijos del matrimonio en la década de los 70. Un homenaje personal a Libo, que crió al propio cineasta.
Diría que, con ese matiz romántico, Cuarón sí que logra reinventarse desde un estilo más consolidado y maduro. El color desaparece, sí, pero enfoca la historia a su propio relato personal para acercarse al espectador de una forma más cercana y muy distinta a cómo se había presentado hasta ahora. En definitiva, es valiente.A pesar del cambio de género y de localización, la esencia de Cuarón impregna a toda la cinta. No es tan fácil cambiar de temática, de país y de enfoque sin que queden reminiscencias de su propia firma como director. Esto se ve, por ejemplo, cuando aparece un astronauta gravitando en el espacio, una alusión a Gravity que le dio el Óscar a la mejor dirección.
Pero lo que mejor ha logrado Cuarón con Roma es salir de esa órbita estadounidense en el que las películas están plagadas de grandes estrellas y presupuestos absurdos, fábulas y recursos simbólicos e ilimitados para al fin, -sí, al fin-, contar algo puro, auténticamente mexicano.
Quedan dudas de por qué la elección de esa década. Una especie de reflejo estático: mientras la sociedad ardía de puertas hacia afuera la vida seguía su curso sin estragos o grandes aspavientos.
Una existencia marcada por los detalles, la crianza, la observación paciente de los procesos. Enfrentándose a los cambios. Sumida en la rutina. En ese ir y venir de criadas dedicadas al cuidado de hijos que no son suyos, en una sociedad jerarquizada, y en el que se siente cómo la vida se les va sin que puedan hacer mucho por evitarlo.
De eso va Roma, de ser conscientes de tantas voces acalladas a lo largo del camino marcado y del que no es fácil salirse, al tiempo que a lo lejos se escucha un grito ahogado por la independencia.