Boyero no es casi exclusivamente un killer de una pieza ni un punki con camisas de Armani dispuesto a llevarse todo por delante. Es eso, sí, también lo contrario. Hablamos de esa actitud de no cortarse un pelo cuando algo le desagrada, de trufar sus textos de pasotes que causan tristeza unas veces, complicidad en otras, hilaridad casi siempre. De hecho, así de sesgado en la dureza lo muestra la excelente producción de TCM que han dirigido Javier Morales y Juan Zabala al recrearse en algunos extractos salvajes de su protagonista.
Es posible que Boyero se haya hecho un nombre por ser el más bruto pero puede ser asimismo el más entusiasta y, lo más importante, sabe contagiar ese entusiasmo. No es verdad que casi todo le disguste, sí es verdad que en los últimos años cada vez le pasa más. Quien no lo lea de oídas podrá dar fe de que cuando descubre una joya –puede ser la película Leolo, la serie The Wire o las novelas de Carrère– sabe transmitir emoción sincera sin miedo a repetirse como los loros. Eso nos lleva a otro malentendido con nombre propio: Pedro Almodóvar. Ya no se molesta en recordarlo como hacía antes, seguramente porque le conviene al personaje, aunque no hay más que ir a la hemeroteca para ver que puso por la nubes ¡Átame! o ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, que tuvo piropos para Mujeres al borde de un ataque de nervios, La flor de mi secreto o Volver. Y si algún día emerge de nuevo el desencuentro con Víctor Erice, que pidió su cabeza en una carta a El País y que ha vuelto a dirigir treinta años después de su último largometraje, insistiremos que suyos son algunos de los textos más personales y emocionantes sobre El espíritu de la colmena o El sur.
Otro equívoco habitual. Boyero no es un analista cinematográfico ni mucho menos un historiador del cine. Es un comentarista, si acaso un cronista cuando viaja por Europa de festivales y habla más del frío en Berlín o los restaurantes de San Sebastián que de las películas de la sección oficial. No hace crítica basada en el análisis y no la hace porque es muy posible que efectivamente no sea su fuerte. Influirá en ello además los tiempos que maneja un diario pero sobre todo es porque no va con él ni con su escritura tan visceral y reconocible. Que no le dedique un párrafo a la fotografía, el montaje o las influencias menos obvias del director no significa que carezca de la autoridad que otorga haber visto miles de películas. Él más bien se limita a detectar la calidad allí donde pose su mirada, ya sea la pantalla del televisor o del cine. Y la calidad, él mismo lo aclaró en un programa de radio, “es lo que a mi me gusta”. Luz verde pues para dormirse en una película iraní o salirse de una coreana a los diez minutos, y sobre todo para escribirlo en el periódico de mayor tirada e influencia. Si no hay lo que él entiende por calidad, no pierde el tiempo con lo que tiene delante y se mira aún más el ombligo para contarnos que está harto de madrugar o las pastillas que toma para dormir.
Prefiere con mucho exponer públicamente al personaje que él mismo ha creado, como hacía su idolatrado Francisco Umbral. El documental ha conseguido arañar algo esa fachada y ha tenido además el acierto de dar espacio a voces favorables y críticas con su personalidad que además sirven para entender lo mucho que ha cambiado la crítica de cine en lo que llevamos de siglo. Porque aunque Boyero ha escrito mucho sobre sus adicciones, sus pasiones, sus amigos, su familia, en realidad cultiva aún más el personaje bronco y distinguido a la vez que no sabe lo que es internet, que presume de no haber votado nunca, de no saber usar el móvil ni tener carné de conducir o de odiar profundamente la televisión. Y le conviene porque, creado el personaje, hay menos escrúpulo para titular Una vaca burra desinhibida hablando de Carmen Sevilla o desear de forma expresa un incendio en los estudios de Telecinco que grababan cada semana el programa La máquina de la verdad. La chavalería que habla hoy en día todo el rato de lo puto mejor o lo puto peor seguramente no sepa quién es Carlos Boyero. De saberlo sería seguro una cosa o la otra. No hay término medio con él. El puto Carlos Boyero.