“Ya muero”. Esas fueron sus últimas palabras. Testigos presenciales corroboran que apenas unos minutos antes del paro cardiorrespiratorio definitivo, miró a su esposa Jeanne y dejó en el aire esas escuetas, sencillas, profundas como su obra, dos palabras. No volvió a abrir la boca.
Al día siguiente, respetando sus propias instrucciones, fue incinerado en el crematorio del mexicano barrio de Las Lomas, en un acto al que, también siguiendo su deseo, solo asistieron su viuda, sus hijos y unos pocos e íntimos amigos.
Muerte recurrente
La muerte y su entorno fueron, a lo largo de toda su existencia, tema buñueliano recurrente. En sus memorias escribió: “A veces me interrogo sobre las formas que puede adoptar. Me digo a veces que una muerte repentina es admirable, como la de mi amigo Max Aub, que murió de pronto mientras jugaba a las cartas. Pero, de ordinario, mis preferencias se dirigen a una muerte más lenta, más esperada, permitiendo saludar por última vez toda la vida que hemos conocido”.
Con su ironía habitual, cuando se acercaba a los 80, comentaba: “Desde hace varios años, cada vez que abandono un lugar que conozco bien, donde he vivido y trabajado, que ha formado parte de mí mismo como París, Madrid, Toledo, El Paular, San José Purúa… me detengo un instante para decir adiós a ese lugar. Me dirijo a él, digo: Adiós. Aquí conocí momentos felices. Sin ti mi vida hubiera sido diferente. Ahora, me voy, no te volveré a ver, tu continuarás sin mí, te digo adiós. Digo adiós a todo, a las montañas, a la fuente, a los árboles y a las ranas”.
Lúcido, vitalista
Pero Buñuel, vitalista empedernido y lúcido hasta sus instantes finales, conservó hasta el último día su costumbre de tomarse un aperitivo antes de comer y una copa larga previa a la cena.
Con la pérdida del oído había renunciado a los viajes pues le horrorizaba la idea de morir lejos de su casa, en un hospital o en una habitación de hotel. Como le inquietaba la posibilidad de padecer una agonía larga. Precisamente, la de Franco le causó una impresión profunda que le llevó a declarar: “A pesar del personaje, compadezco su terrible final”.
El hecho es que la muerte forma parte indisoluble de su vida y su obra. “La muerte está en mi vida. Nunca he querido ignorarla ni negarla. Pero no hay gran cosa que decir cuando se es ateo como yo. Habrá que morir con el misterio. A veces me digo que quisiera saber, pero ¿saber qué? No se sabe ni durante, ni después. Después de todo, la nada”.
Genio y figura
Esa puerta hacia lo ignoto se abrió para él –que sentía que ya había vivido lo suficiente y que sería horrible ser inmortal– el 29 de julio de hace tres décadas, aunque unos años antes, al rematar Mi último suspiro, sus personalísimas memorias, al imaginar su propia muerte había expresado un deseo: “Me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Luis Buñuel. Genio y figura, hasta…