En ese túnel en el que nunca debió entrar, –un policía motorizado y fuera de servicio se lo llevó por delante–, recogieron el cuerpo de Angelopoulos que presentaba las heridas definitivas por las que fallecería momentos más tarde en un hospital cercano.
Fin. Cae para él el negro telón. Ya no precisará las localizaciones que buscaba en el momento del accidente. Escenarios para los últimos planos de El otro mar, película con la que pensaba cerrar la trilogía que arrancó en 2004 con El prado en llanto, a la que siguió en 2008 El polvo del tiempo, título que se antoja ahora como premonitorio cuando el suyo, (el tiempo del cineasta), se ha cerrado dejando inconclusa la que se anunciaba como reflexión profunda y dura sobre la crisis económica y la semidebacle del mundo actual y su devastador efecto sobre la sociedad de su Grecia natal.
Incorformista
Abogado de formación, en 1960, a los 25 años, Angelopoulos se trasladó a París para ampliar estudios jurídicos en la Universidad de la Sorbona. Pero el cine que llevaba dentro acabó inevitable por aflorar y le condujo al Instituto de Altos Estudios Cinematográficos, en dónde se matriculó y de dónde sería expulsado antes de que acabara el primer curso, acusado de agitador e inconformista.
En 1963 regresa a Atenas decidido a vivir por, para y en el cine. Lo cumpliría hasta el último día de su vida. En 1970 rueda en muy difíciles circunstancias Reconstrucción, su primer largometraje. En una Grecia sometida a la dictadura militar que siguió al golpe de los coroneles pinta la dramática historia de un inmigrante asesinado a su regreso y por su propia esposa, en lo que constituye una ácida metáfora de la decadencia de su país.
Cinco años más tarde y acaso de un modo más milagroso rueda El viaje de los comediantes, en la que relata los avatares de un grupo de teatro que sobrevive como puede en medio del caos y la inestabilidad que provoca la guerra civil. Este Viaje… constituye una magistral meditación sobre la fuerza de los mitos, el paso del tiempo y el peso de la política en la historia.
Silencios, brumas y grises
Ya está presente en estas primeras entregas la esencia que marcaría su cine, su personal marca de la casa; las señas de identidad que han hecho que su lenguaje tenga una voz propia, única e inconfundible:
Por ejemplo, el sosiego en los planos sobre los que gravita el silencio.
Porque los largos silencios han marcado, casi desde la primer vuelta de manivela, el cine de Angelopoulos. El director opta por ralentizar el tiempo y en ese mundo en suspenso ubicar la vida y las circunstancias de unos personajes que discurren entre brumas y tonos agrisados, como si atenuando las luces, esos protagonistas tuviesen, en estas épocas desaforadas, un ámbito más propicio para la reflexión.
De forma premeditada se difuminan las fronteras que separan realidad y fantasía, presente y pasado, mentira y verdad.
En tal nebulosa transitan los niños de Paisaje en la niebla, la desgarradora epopeya de dos niños en busca de un padre que no existe. Ganadora del Premio Félix a la mejor película europea de 1988 contiene, con el fondo de un adagio de la compositora Eleni Karaindrou, que ha puesto música a una gran parte de la obra de Angelopoulos, uno de los planos más conmovedores que el cine recuerda, cuando aquellos pequeños, buscando el calor del padre, abrazan a un árbol solitario situado en medio de la nada.
En continuo viaje
Además de parajes desolados, brumas y silencios, el cine del director griego está marcado por los viajes. El viaje, el interior y el exterior, como elemento recurrente y metáfora continua. “Mis imágenes nacen de los viajes, acaso porque soy griego y el primer texto escrito de Occidente es el viaje de vuelta que se nos narra en La Odisea de Homero”, dijo el propio Angelopoulos al referirse a La mirada de Ulises, uno de sus títulos emblemáticos, aquel en el que a través de la hermética interpretación de Harvey Keitel, que cita el verso de Seferis “Al principio fue el viaje”, asistimos a un recorrido por unos Balcanes arrasados tras la guerra.
Vendría después La eternidad y un día, con la que obtendría el premio máximo de Cannes. Apoyándose en un sólido guión de Tonino Guerra, con el que había hecho otras cinco películas, volvió a escarbar, desde una perspectiva llena de melancolía, en el lado más oscuro del ser humano, aquel en el que anida la avaricia, la crueldad y la violencia.
Su viaje ahora ha concluido a los pies de una moto. Al conocer la noticia, Tonino Guerra exclamó: “En sus manos, todo lo que tocaba se volvía poesía”.