Se llamaba Karl Malden, tenía 97 años, la patata que tenía por nariz dejó de respirar mientras dormía en la madrugada del primer día de julio en Los Ángeles. El cine tiene la obligación de recordarlo como uno de los que, casi sin querer serlo y desde un segundo plano, se convierten en grandes para siempre.
Oportunidad
Todo comenzó hace mucho tiempo en las canchas de baloncesto y fútbol americano. En ese paisaje de codazos y empujones en el que Malden intentó abrirse camino durante años sin llegar a estrella, se le fue partiendo/moldeando una cara irrepetible en la que acabaría por fijarse el director Elia Kazan.
En el intervalo y después de participar como soldado en la II Guerra Mundial trabajó en teatro siempre en pequeños papeles, hasta que en 1951 Kazan le dio la oportunidad que condicionaría el resto de su vida. No la desperdició y su interpretación de Mitch, el incondicional amigo del protagonista de Un tranvía llamado deseo, en donde compartió cartelera con Marlon Brando y Vivian Leigh, le permitió recoger uno de los Oscar más merecidos que nunca se hubieran otorgado a un actor de reparto.
Aunque nacido en Chicago (erróneamente se señala Gary, Indiana, donde transcurrió su infancia, como su lugar de nacimiento) el origen serbio y checo de sus padres era citado por el propio Malden como forjador esencial de una visión y aptitud ante la vida caracterizadas por la humildad y la tenacidad y la convicción de que la entrega siempre tiene recompensa.
Carrera de larga distancia
Él se sintió recompensado en las pantallas en donde quedó plasmado su físico poderoso, su voz atronadora y aquella nariz imposible. Características tales le pusieron en bandeja papeles de tipo duro, cuando no de malvado o atormentado. Una gama amplia de interpretaciones cargadas de dramatismo y recovecos. Ahí el papel del sacerdote que en La ley del silencio (de nuevo Kazan y Brando en escena) intenta reconducir al descarriado Marlon en su lucha contra los sindicatos corruptos que dominan los muelles de Nueva York. O cómo el general Bradley en Patton, o el leñador lascivo y cruel de El árbol del ahorcado, o sus personalísimas actuaciones en El hombre de Alcatraz, Baby doll, Yo confieso o El rey del juego.
En una carrera de larga distancia, como la que protagonizó a lo largo de siete décadas, tuvo también lugar preferente la televisión. La figura del teniente Mike Stone al lado de un joven Michael Douglas de la serie Las calles de San Francisco le convirtieron en estrella, un papel que una persona discreta como él llevó como pudo en la vida real. Nunca acabó de congeniar por completo con la fama fuera de platós y escenarios.
Compromiso
Discreto y comprometido. No debe olvidarse en esta hora de su adiós su dimensión humana que demostró muy especialmente cuando Elia Kazan pasó de director icono de Hollywood a una especie de apestado por su supuesto apoyo al senador McCarthy en el lamentable episodio de la llamada caza de brujas.
Malden, que siempre se declaro liberal convencido, fue de los pocos que levantó la voz en defensa de la inocencia de Kazan, como lo haría después para dar la cara por guionistas y actores que, en el polo opuesto del director armenio, fueron represaliados por el despreciable inquisidor.
A partir de los años 80 la salud le fue tendiendo trampas. Paralelamente se fue diluyendo su presencia en cine y teatro aunque en 1988 fue elegido presidente de la Academia de Hollywood, cargo que ocupó durante un lustro.
Karl Malden, que tantas veces nos hizo soñar, se ha ido en el medio de un sueño. Gracias a su nariz de patata se coló en la piel de personajes que forman parte, y con todo derecho, del recuento de algunas de las más logradas interpretaciones. Aquellas que de una forma sutil se cuelan entre las de los grandes protagonistas y convierten en más humana, cercana y creíble una historia.