Corría el año 1986. Allen venía de hacer una maravilla (La rosa púrpura del Cairo) y estaba a punto de firmar otra obra maestra (Días de radio). Ahora, con la perspectiva que siempre da el tiempo, Hannah luce como una cima indiscutible de su filmografía, que igualaría e incluso superaría muy poco después con Delitos y faltas. Por su parte, Caine, que un año después estaba metido en Tiburón, la venganza, trataba de cumplir su propia teoría: no rodar más de cuatro películas infumables por mucho que te engorden la cuenta corriente a riesgo de perder el favor del caprichoso público. Siempre honesto y guasón, el inglés nunca ha ocultado sus ganas de vivir más que bien aunque sea a costa de dejarse ver en proyectos muy por debajo de su talento.
Caine y Allen. Allen y Caine. Dos leyendas del cine, dos octogenarios en activo que en estos treinta años largos transcurridos desde aquel rodaje no han vuelto a coincidir en un plató. Normal: a Allen no suele gustarle repetir con los actores con las excepciones sentimentales sabidas (Diane Keaton, Mia Farrow), y a Caine no parece agradarle especialmente bajar demasiado sus tarifas aunque eso vaya en beneficio de su currículum crítico. Sin embargo, esta semana han vuelto a compartir espacio en la prensa y en las redes sociales a raíz de una declaración de Sir Michael Caine al diario británico The Guardian recibida por todos como un anuncio solemne: en caso de llegarle una oferta laboral del cineasta neoyorquino, la declinaría sin dudarlo porque, ha explicado, eso sería poco compatible con su “fuerte oposición a la pedofilia”.
Sostiene el escritor Andrés Trapiello que aquel que rechaza públicamente un premio lo que busca es recibirlo dos veces. Por el mismo precio, obtiene la noticia de la concesión primero y la del repudio después. Es inevitable acordarse un poco de ello leyendo la creciente relación de nombres que van brotando en la prensa de forma progresiva en los últimos meses para informarnos de que no volveremos a verles poniendo cara a los personajes salidos de la inagotable imaginación del director de Annie Hall.
Están en su derecho a declarar lo que deseen pero no lo hacen ahora porque se demostrara entonces –hacia 1992– que la conducta de Allen fuera delictiva o porque hayan surgido en el momento actual nuevas pruebas que permitan llevar por fin a juicio a Allen por abusos sexuales a su hija adoptiva Dylan; las que hubo en entonces resultaron insuficientes –Allen se sometió al polígrafo, la cría de siete años fue evaluada por un equipo médico– y el único juicio celebrado fue por la custodia de los niños. Lo hacen porque Dylan, ahora con 32 años, contó recientemente su testimonio en un programa de televisión y el ambiente se ha vuelto más propicio que nunca para huir de complejidades y dar por bueno lo que uno cree o quiere creer o le conviene creer, haya o no evidencias que lo avalen. En tiempos de juicios paralelos en redes y platós, otro triste patadón a la presunción de inocencia, siempre penoso de ver pero que escuece especialmente cuando afecta a personas por las que uno siente verdadera admiración. En este caso al que propina el puntapié y al que lo recibe.
En sus memorias, escritas en 1992, Caine cuenta anécdotas divertidas de su trabajo en Hannah, deja entrever sincero cariño por Mia y por Woody y manifiesta lógica tristeza por la separación que llegaría unos años después y el modo en que se produjo. En esa misma autobiografía el actor se revela sin esfuerzo como un hombre inteligente, de imbatible elegancia natural y muy divertido, como un tío legal, con personalidad, hecho a sí mismo, por el cual uno pondría sin dudarlo la mano en el fuego. Hoy sabemos que corriendo algún que otro riesgo.