Fueron muchas las vidas que fueron modeladas, influenciadas, renovadas o transformadas a partir de los personajes que Donald Sutherland llevó a la gran pantalla. La mía es una de ellas. De modo que, ahora que parece que se ha dicho todo sobre el fallecimiento y la carrera de Donald Sutherland, permítanme que haga un artículo un poco más personal que de costumbre para hablar de cómo las películas de este gigante de la interpretación me enseñaron a vivir.

Los obituarios de los medios rara vez hacen justicia al legado de nuestros muertos. El caso de Sutherland no ha sido una excepción. Algunos titulares apenas destacaban que había interpretado al presidente Coriolanus Snow en la franquicia cinematográfica Los juegos del hambre. La ignorancia de los periodistas es ligeramente disculpable, pues desde los años noventa el actor estaba acomodado en su faceta de actor secundario de lujo. A medida que Hollywood se fue adocenando, la industria demostró ser incapaz de encontrar un lugar para uno de sus más arrebatados profetas. El siglo XXI vio a Sutherland protagonizando alguna cinta mediocre, pero sobre todo en papeles de reparto en cintas comerciales y alguna obra maestra ocasional como La mejor oferta (La migliore offerta, 2013). El tiempo le había conferido un aspecto venerable, con su pelo cano y su barba augusta. De hecho, en tres de sus últimas apariciones en la pantalla, American Hangman (2019), Miranda’s Victim (2023) y la miniserie Hombres de ley: Bass Reeves (Lawmen: Bass Reeves, 2023), encarnó a jueces.

Los violentos de Kelly.

Atrás quedaban los tiempos en que fue el villano más inquietante de la gran pantalla. Por el camino, había dejado a su paso una serie de personajes inolvidables, que marcaron a generaciones: el excéntrico comandante de Los violentos de Kelly (Kelly’s Heroes, 1970), el detective enamorado de una prostituta de Klute (1971), un Giacomo Casanova de aspecto extraterrestre en Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976), un miembro del IRA que participa en un complot para secuestrar a Winston Churchill en Ha llegado el águila (The Eagle Has Landed, 1976), el profesor fumeta de Desmadre a la americana (National Lampoon’s Animal House, 1978), un ladrón de trenes en El primer gran asalto al tren (The First Great Train Robbery, 1978), un ladrón de bancos en Un hombre, una mujer y un banco (A Man, a Woman and a Bank, 1979), un espiritista victoriano de imposibles patillas en Asesinato por decreto (Murder by Decree, 1979), un padre de familia que trata de superar la muerte de su hijo en Gente corriente (Ordinary People, 1980), un sudafricano de clase media que abre los ojos ante los abusos de su país en Una árida estación blanca (A Dry White Season, 1989), un cura que investiga una serie de asesinatos en Los crímenes del rosario (The Rosary Murders, 1987), el sádico alcaide de una prisión en Encerrado (Lock Up, 1989), un pirómano en Llamaradas (Backdraft, 1991), el misterioso y anónimo informante de JFK: Caso abierto (JFK, 1991), un abogado alcohólico en Tiempo de matar (A Time to Kill, 1996), un general soviético en Ciudadano X (Citizen X, 1995) o uno de los vetustos astronautas de Space Cowboys (2000). En este artículo no hablaré de ninguna de estas películas, sino de un puñado de interpretaciones que marcaron mi infancia, cuando mis padres me descubrieron la magia que escondía el séptimo arte.

Asesinato por decreto.

Mi madre siempre prefirió al malo de la película. Si era feo mejor. Donald Sutherland era de esos feos que volvían loca a mi madre. Un hombre atractivo, pero irredimiblemente feo. Con su metro noventaitrés y un aspecto desgarbado, en su rostro destacaban sus orejotas y unos ojos de un azul celeste pero algo hinchados. Aunque nada de eso importaba cuando sonreía. Donald tenía una sonrisa cautivadora, aderezada por un encantador toque de sarcasmo. Cuando sonreía era como el gato de Cheshire. El resto de su rostro desaparecía y solo quedaban aquellos dientes blancos, luminosos y suspendidos en el aire. Eso y su bigote, claro. Donald era uno de esos casos insólitos de hombre embellecido por un bigote. Sin mostacho tenía cara de pánfilo, solo apto para interpretar a personajes de pocas luces, como el prisionero reclutado en Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967) o el detective privado de Klute. La pasión de mi madre por Donald Sutherland hizo que tuviera acceso a una edad muy temprana a sus mejores películas, donde aprendí algunas de las lecciones más valiosas de mi vida.

Doce del patíbulo.

1. Elige bien con quién vas a compartir tu vida

Donald Sutherland es un actor muy querido por los aficionados al cine fantástico. Además de protagonizar dos de las mejores películas del género en los años setenta, comenzaría su andadura como intérprete en producciones de terror, primero en un episodio de la serie televisiva Suspense (1962–1963) y posteriormente en dos producciones italianas: Il castello dei morti vivi (1964), donde coincidiría por primera vez con Christopher Lee, y Te espera la muerte, querida (Fanatic, 1965), una adaptación de un relato de Richard Matheson protagonizado por Tallulah Bankhead. Más relevante sería el que supondría su primer papel importante: el hombre casado con una vampira de la película de episodios Doctor Terror (Dr. Terror’s House of Horrors, 1965), un clásico de la productora británica Amicus Productions, compañía rival de Hammer Productions especializada en films antológicos. Aunque los protagonistas indiscutibles de la película eran Peter Cushing, encarnando a un siniestro tarotista, y Christopher Lee, en el papel de un cínico crítico de arte que acaba siendo perseguido por la mano amputada de un artista, Donald destaca con su papel en la última historia de esta película de culto.

2. Los generales tienen cara de idiota

Sutherland pasó a jugar en las grandes ligas al participar en la taquillera cinta de acción de Robert Aldrich Doce del patíbulo, donde interpretaba a uno de los soldados presos que servían de carne de cañón en una misión suicida.  El éxito de esta atípica y cínica cinta bélica, que tuvo tres secuelas e influyó a películas como Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) o Escuadrón suicida (Suicide Squad, 2016), se debió en parte a un sólido reparto masculino, liderado por Lee Marvin y Charles Bronson, y con secundarios de la talla de Telly Savalas, John Cassavetes, Robert Ryan o Ernest Borgnine. Sutherland interpretaba a Pinkley, el soldado menos espabilado del pelotón, que en una escena clave de la película tiene que fingir que es un general. Cuando pregunta qué es lo que tiene que hacer, el mayor interpretado por Lee Marvin responde: «Has visto a generales inspeccionando tropas antes. Limítate a caminar despacio, tener aspecto de tonto y actuar como un idiota». Clint Walker era el actor que debía simular ser un general, pero se sintió incómodo con la escena y Robert Aldrich le regaló la secuencia a Sutherland, impulsando su carrera a nivel internacional.

3. Lucha por aquello en lo que crees

Johnny cogió su fusil.

«Quería ser parte de una revolución que cambiase el cine y su influencia en la sociedad», aseguró el actor en una entrevista. Donald fue un actor comprometido con su tiempo, que se opuso a la guerra de Vietnam participando en películas como la sátira de Robert Altman M*A*S*H (MASH, 1970), siendo el primer Hawkeye Pierce antes de que Alan Alda asumiera el papel en la pequeña pantalla, o la desoladora película antimilitarista de Dalton Trumbo Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, 1971), donde participó en un pequeño rol interpretando a Jesucristo. Sutherland no limitó su compromiso político a sus apariciones cinematográficas. Tras conocer a Jane Fonda en el rodaje de Klute, ambos comenzaron un romance y se embarcaron en una gira pacifista en lugares cercanos a bases militares del sudeste asiático, contrarrestando la gira probélica de Bob Hope. Su compañía, Free Theatre Associates, actuó para 60.000 soldados que se oponían a la guerra, en Hawai, Okinawa, Filipinas y Japón. La gira fue documentada por la directora Francine Parker en la película FTA (1972), cuyo acrónimo significaba «Fuck the army» («que se joda el ejército»). El documental se retiró de las salas de cine una semana después de su estreno, según su directora por presiones del Gobierno de Nixon. Sutherland mantuvo su compromiso izquierdista durante toda su vida. A los 81 años declaró su malestar por la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, reconociendo que se avergonzaba de los privilegios que tenía por ser un hombre blanco, y preocupándose por el impacto medioambiental y el retroceso de los derechos de las mujeres y la gente con menos recursos.

4. Espera lo inesperado

Empiecen la revolución sin mí.

En los años ochenta utilizábamos métodos que hoy se considerarían prehistóricos para conservar las películas. Se grababan en cintas vhs cuando las emitían por televisión, en el mejor de los casos pausando la grabación durante los anuncios. Lo más práctico y económico era grabar dos películas en una única cinta de 180 minutos, lo que a menudo producía dípticos dispares. En una de esas cintas grabamos dos películas de Donald Sutherland: la película de ciencia ficción La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1978) y Empiecen la revolución sin mí (Start the Revolution Without Me, 1970), una comedia ambientada en los tiempos de la revolución francesa cuyo argumento era una reinterpretación de la novela de Mark Twain El príncipe y el mendigo, pero con dobles gemelos. De niño me encantaba esa película, probablemente porque estaba protagonizada por Sutherland y otro de mis actores favoritos, Gene Wilder. Pero estaba grabada detrás de la terrorífica La invasión de los ultracuerpos, de modo que cada vez que quería verla tenía que adelantar la cinta y volver a contemplar aquellas icónicas escenas que alumbraron algunas de mis primeras pesadillas, de doppelgängers de otro planeta señalando y con la boca abierta de par en par. Años después compré el dvd de Empiecen la revolución sin mí y pude comprobar lo terriblemente mala que era, mientras que la película de Philip Kaufman es una indiscutible obra maestra que ha envejecido maravillosamente bien. Pero en mi tierna infancia aquella sesión doble en vhs me enseñó que para disfrutar un poco de comedia había que sufrir antes una buena ración de terror.

5. Ten cuidado con lo que pides en un restaurante

La invasión de los ultracuerpos.

A medio camino entre la ciencia ficción y el cine de miedo, La invasión de los ultracuerpos es una indiscutible obra maestra del cine fantástico y uno de los mejores remakes de la historia. Y eso que el film original de Don Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), es un clásico de los cincuenta que reflejaba a la perfección cómo se propagaba la paranoia anticomunista de la era de la guerra fría en un pequeño pueblo de California. Philip Kaufman trasladó el argumento original a las calles de San Francisco en los años inciertos de finales de los setenta, cuya crisis económica anticipaba el giro conservador que se produciría en Estados Unidos en la siguiente década. En el reparto destacan Brooke Adams, un joven Jeff Goldblum y un insólito Leonard Nimoy, pero el protagonista indiscutible de este pandemonio alienígena es Donald Sutherland, absolutamente creíble en el papel de un involuntario héroe. Son varias las escenas de La invasión de los ultracuerpos que me dejaron traumatizado en aquellos años de apertura al mundo: el perro con cabeza humana (Jerry García interpretaba al músico callejero), el camión de basura retirando los cuerpos, el siniestro cura columpiándose (un brevísimo y misterioso cameo de Robert Duvall), los cuerpos a medio formar de los ultracuerpos gritando como infernales recién nacidos, la imposibilidad del sueño… Pero por alguna razón se me quedó grabada en la memoria la escena que sirve de presentación de Matthew Bennell, el funcionario del departamento de sanidad que interpreta Donald. En esta, el funcionario irrumpe en un restaurante, acusando al cocinero de haber añadido excrementos de rata a un guiso. El cocinero se defiende asegurando que aquello son alcaparras, y Bennell le reta a que se las coma. Desde entonces no he pedido ningún plato con alcaparras en un restaurante.

6. Deja partir a tus muertos

Amenaza en la sombra.

Las grandes obras del cine de terror rara vez son meros entretenimientos, y a menudo incluyen mensajes mucho más profundos. Es el caso de La invasión de los ultracuerpos, que habla de la pérdida de identidad y la deshumanización del individuo en las grandes urbes, y también de la otra gran película de miedo interpretada por Donald Sutherland, Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, 1973), la brillante adaptación de Nicolas Roeg de un relato de la autora de Rebeca, Daphne Du Maurier. Amenaza en la sombra habla de cómo aprender a vivir tras el fallecimiento de un ser querido. La película empieza impecablemente, con Donald Sutherland tratando de revivir a su hija pequeña, que se ha ahogado en un lago. Una vez más, contemplar esa escena en la niñez dejó una huella imborrable en mi retina. Ya me fue imposible ver un abrigo carmesí sin que me viniera a la cabeza el impermeable rojo que lleva la pequeña de la película y hace avanzar esta terrible y erótica historia, ambientada en una Venecia espectral e interpretada por Donald y una fabulosa Julie Christie.

7. La euforia está a un paso de la ira

En los rankings que han aparecido en los medios a raíz de la muerte de Donald Sutherland, Como plaga de langosta (The Day of the Locust, 1975) suele ser la gran olvidada. Algo totalmente injusto, pues se trata de una de las mejores interpretaciones del actor. El realizador John Schlesinger, responsable de títulos tan provocadores como Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, 1969) o Domingo, maldito domingo (Sunday Bloody Sunday, 1971), adaptó con imaginería grotesca la novela corta de Nathanael West El día de la langosta, donde el escritor expulsaba los demonios de su experiencia como guionista en el Hollywood dorado. En la línea del ensayo de Kenneth Anger Hollywood Babilonia, Schlesinger disecciona la violencia que esconde el hambre de fama y el culto a las estrellas. Karen Black, Burgess Meredith y William Atherton están perfectos encarnando a sus personajes, pero de nuevo es Donald quien destaca en el film, poblando con realismo y humanidad el nada sencillo personaje de un hombre de pocas luces llamado Homer Simpson (Matt Groening, esto no puede ser casual), que en manos de otro actor habría caído en el terreno de la caricatura. Ver al Homer Simpson de Sutherland llorar de tristeza contemplando a un lagarto, ante el gesto de desprecio de una de sus vecinas, supone toda una lección de arte cinematográfico. El final del largometraje es uno de los cierres más angustiosos de la historia del cine, una obra maestra con mayúsculas que también descubrí siendo niño, lo que sobrecogió mi alma hasta límites insospechados, ayudando a cimentar el ser humano que soy hoy en día. Como cabía esperar, Hollywood ignoró esta obra sórdida y desesperanzada, una de las representaciones más oscuras que jamás se hayan realizado sobre la construcción de los mitos en la fábrica de los sueños.

8. Ama a los animales y a los niños

Novecento.

1976 fue el año italiano de Donald Sutherland. Además de ponerse a las órdenes del gran Federico Fellini para interpretar a Casanova, el actor encarnó al villano más desalmado de su carrera en Novecento (1976), la epopeya italiana de Bernardo Bertolucci sobre el ocaso de la era feudal, el nacimiento del fascismo y la lucha comunista de los campesinos a comienzos del s. XX. Donald interpretó con un fervor singular al camisa negra Attila Mellanchini, un fascista al servicio de los patronos que se dedicaba a aplastar gatitos a cabezazos y matar niños en siniestros juegos sexuales. Como dije antes, a mi madre le gustaban los malos de las películas. Pero todo tiene un límite. Ella nunca pudo ver las escenas más violentas de Novecento. El retrato de la violencia del fascismo de Bertolucci y Sutherland es tan virulento que no queda espacio para la simpatía hacia el villano. En los tiempos que vivimos, es más urgente que nunca reconocer en ese Attila Mellanchini el peligro del fascismo, y amar todo aquello que el fanatismo y el populismo quiere destruir.

9. La muerte no es real (al menos en el cine)

Probablemente la lección más importante que aprendí viendo una película protagonizada por Donald Sutherland fue el ver cómo interpretaba a un espía alemán en El ojo de la aguja (Eye of the Needle, 1981), la adaptación de Richard Marquand de la novela La isla de las tormentas, de Ken Follett. En una escena de la película, el despiadado espía mata a una mujer con una navaja. Recuerdo cómo me impactó aquella escena siendo yo pequeño. La sangre de la víctima me parecía demasiado real. Mi abuela me quiso aliviar, y me dijo que aquello no era sangre, sino kétchup. Lamentablemente, ella no pronunciaba demasiado bien la palabra, decía algo parecido a «catus». Durante un tiempo estuve convencido que a los actores y actrices les ponían cactus dentro de la ropa cuando había que simular una muerte sangrienta, para que la planta herida produjese la sangre necesaria para la escena. Fue entonces, gracias a Donald y a mi abuela, cuando descubrí que en las películas todo era ficción, incluso la muerte. Me gustaría pensar que la muerte de Donald tampoco es real. En cierto modo no lo es, porque alcanzó la inmortalidad gracias a sus personajes. De modo que su sonrisa seguirá suspendida en el aire, como un amigo que nos enseña a abrazar la vida en toda su intensidad. Gracias por tanto, Donald. Buen viaje.