Hablamos también de un hombre a una cámara pegado. Ese era Saura. Así luce en la cubierta y en la contracubierta del libro que recoge los textos que iban a conformar sus memorias. Se publicó, con el título De imágenes también se vive, siete meses después de su muerte aquel 10 de febrero de 2023, cuando mucha gente contaba con que le vería al día siguiente recogiendo el Goya de Honor. Seguramente no es el libro de recuerdos que finalmente habría publicado el director de Cría cuervos, pero es desde ya, como no podía de ser de otro modo, un acontecimiento para los interesados en el mejor cine europeo del siglo pasado, una obra esencial para acercarse al universo de un creador responsable de grandes cosas en lo que él mismo llamó sus “tres adicciones: la fotografía, el cine y la música”.
Si, como decía Azorín, la vejez es la pérdida de curiosidad, entonces Saura cumplió 91 años, con achaques y arrugas, pero hecho un chaval. Recuerda Elsa Fernández Santos en el epílogo del libro que alguna vez dijo que superaba la tentación de escribir su autobiografía convencido de que al acabarla se moriría. Así que quién sabe si las ganas de vivir fueron las que impidieron que el ‘montaje’ final del volumen fuera suyo. En cualquier caso, merece la pena adentrarse en la historia íntima de una figura clave de nuestra cultura. En sus páginas, trufadas de reflexiones sobre todo lo humano y lo divino, resulta transparente su manera de entender el cine y la interpretación, el amor y la vida, su relación con los actores y su idea de la soledad deseada, el amor a Andalucía y su música, el impacto de la guerra en su infancia, el descubrimiento del sexo y sus ideas sobre la religión y la muerte.
El relato es una sucesión de instantes e instantáneas, de momentos memorables por algún motivo y de fotografías familiares que le resultan especialmente evocadoras. Imágenes y situaciones que le acompañan y que, por otro lado, no pocas veces acabó recreando en sus ficciones.
Tímido y solitario
En El último suspiro, Luis Buñuel cuenta que tuvo una epifanía viendo el cine de Fritz Lang; a Saura le pasó algo parecido con el propio Buñuel cuando se topó con ese documental tremendo que es Las Hurdes, tierra sin pan. La de fotógrafo, que empezaba a ser una profesión con ofertas de revistas de renombre y las primeras exposiciones, fue desplazada por la dirección de películas y la oportunidad de empezar en 1959 su primer rodaje con Los golfos. Tenía 27 años. Todo un reto además para alguien tímido e introvertido al que le gustaba trabajar en aislamiento. Algo que le deparó grandes placeres y algunas incomprensiones, según sus palabras, “por mi falta de interés por los actos sociales, por mi resignada profesionalidad a la hora de explicar mi obra, por mi desinterés en la promoción y en el escalafón. Como resultado de ese abandono, que a veces es pereza y desgana, no es de extrañar que algunos piensen que soy huraño, hostil, orgulloso, distante e inaccesible. ¡Qué le vamos a hacer!”.
Así es él. Y así es el cine que le gustaba y que quiso y pudo hacer uno de los nombres clave de lo que se llamó en los años sesenta el Nuevo Cine Español: “Yo abogo por un cine que no está de moda, un cine sin las facilidades seductoras de la aventura superficial; un cine que duela, que emocione; un cine de autor porque detrás de cada imagen hay alguien que cuenta cómo ve la vida, un cine que en ocasiones exige un pequeño esfuerzo: un cine inteligente y, sobre todo, sensible”.
De productores, actores, mujeres y músicas
Es posible seguir su peripecia a través de sus productores (especialmente, Elías Querejeta, Emiliano Piedra, Andrés Vicente Gómez), sus actores fundamentales (Paco Rabal, José Luis López Vázquez, Geraldine Chaplin, Fernando Rey, Juan Diego, Carmen Maura…) o de sus músicas predilectas (la ópera, el flamenco, el tango, las sevillanas, los fados…) cada una con su correspondiente plasmación en la gran pantalla.
Seguramente también se le pueda seguir a través de sus mujeres. Monógamo declarado, tuvo cuatro relaciones por este orden: con Adela Medrano, con quien tuvo sus dos primeros hijos; con Geraldine Chaplin, que fue su musa entre finales de los sesenta y finales de los setenta y con quien tuvo otro hijo; con Merce Pérez, que le dio tres hijos más; y con Eulàlia Ramón, madre de su única hija y a la que dirigió como actriz en media docena de ocasiones.
Con Geraldine, Gerarda como él la llamaba, no solo abrió los ojos al mundo anglosajón, también entró -literalmente- en el universo de Charles Chaplin, al que dedica páginas para hablar del genio en su vejez y de algunas de sus películas. Se detiene en otros gigantes, caso de Antonio Gades, un maestro, “un elegido que llevó el baile flamenco a una dimensión superior”; en Rafael Azcona, con quien escribió algunas de sus mejores películas y su gran éxito de los noventa, ¡Ay, Carmela!; o en Camarón de la Isla, “que tiene el don preciado de comunicar con su voz de oro alegrías y tristezas”. También lo hace en algunas personalidades históricas que le subyugaron profundamente, como Lope de Aguirre (El Dorado), San Juan de la Cruz (La noche oscura) o el gran pintor de su tierra natal (Goya en Burdeos).
Podemos acabar diciendo de Saura algo parecido a lo que él mismo escribió en referencia a Luis Buñuel dirigiéndose a los jóvenes que se fueran a acercar por primera vez a la obra del director de Viridiana: “Si pudiera les diría que vieran sus películas no como un hito cultural, ni como la obra del santón entronizado bajo palio, sino como la obra de un hombre honesto, vital, poderoso y sensible a la vez, que supo rescatar del páramo viejas y siempre nuevas ideas, que se enfrentó con los tópicos, que utilizó la imaginación como el arma poderosa que es, dándole vuelos que alcanzaron alturas difíciles de alcanzar”.
De imágenes también se vive. Casi unas memorias [1]. Carlos Saura. Editorial Taurus. 384 páginas. 21,75 euros.
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