El 1 de abril de 1891 Gauguin abandonó Marsella a bordo del barco Océanien con destino a Tahití. Tenía 43 años. Ese día marcó para él no sólo el inicio de un viaje, sino el principio de una búsqueda de la autenticidad en el marco de una naturaleza exuberante y sensual. En las antípodas de la civilización se convertiría en un gran pintor.

Anticonformista, original, valiente e inquieto, Gauguin es uno de los pintores más fascinantes del siglo XIX y uno de los pocos que rechazó las seducciones del París impresionista y alegre. A las dificultades contrapuso la búsqueda de la pureza y de la belleza, por las que estuvo dispuesto a dejarlo todo y embarcarse hacia el otro extremo del mundo.

Gauguin edificaría su carrera como artista en torno a su pasión por la evasión, trasladándose primero a Bretaña y posteriormente a Tahití. Pero, como señala Bernard Denvir, especialista en su obra, al hacerlo estaba movido por razones distintas al mero deseo romántico de hallar la paz y la belleza en el refugio de una isla remota. “En primer lugar, sus antepasados peruanos y su paso en la infancia por aquellas tierras hicieron de él un viajero, y en segundo lugar necesitaba nuevos estímulos para animarse a sí mismo como artista”.

Los encontró, como él mismo escribe, tras su primera estancia tahitiana: “He huido de todo lo que fuera artificial y convencional. Aquí me adentro en la verdad, soy uno con la naturaleza. Tras la enfermedad de la civilización, la vida en este nuevo mundo es una vuelta a la salud”.

En el paralelo 17, escribiría en una de sus cartas, «las noches siempre son hermosas. La estela de leche deja surcos en el gran valle y, lentamente, los mundos atraviesan la bóveda celeste; su trayectoria no puede explicarse porque subsiste el silencio».

Noa es un vocablo de la lengua de los maoríes de Polinesia que significa “perfume”. Cuando se repite, Noa Noa, se refuerza el sentido de la expresión y debe entenderse como “muy perfumado”. Así, NOA NOA, con letras mayúsculas, tituló Gauguin el libro que comenzó a escribir en 1894, en el curso de los meses que pasó en París entre dos estancias en Tahití.

Dos años más tarde, ya de vuelta al Pacífico, retomó el manuscrito añadiendo textos, pinturas y grabados para dar testimonio de lo que sus dos estancias, la primera en Tahití y la segunda en Tahití y las Marquesas, aportaron a su arte y a su forma de entender la vida.

Como el propio pintor comentó, lo esencial queda dicho en el título del libro. Su aventura física y moral en medio de unas gentes y unas tierras exóticas dejaron en él el encanto profundo y sensual de un perfume cautivador.

Gauguin en Tahití. Paraíso perdido nos transporta a la Polinesia para experimentar los paisajes que lo inspiraron, entre los lugareños a los que frecuentó, siguiendo el rastro de una historia que se ha convertido en leyenda.

Vida en imágenes

El documental convierte el libro de aventuras que fue su vida en imágenes, pero también es una historia en la que se citan el éxito y el fracaso, ya que el pintor no pudo liberarse de sus orígenes y de las ambiciones y privilegios del hombre moderno. Después de todo, él era ciudadano de una gran colonia: pintaba entre las palmeras, pero sus pensamientos estaban dirigidos hacia la gente en Occidente.

Una paradoja que se reflejó en el destino de su obra, ya que sus pinturas se conservan ahora en los museos, donde cada año millones de personas se detienen frente a esos lienzos soñando cada cual y acompañando al artista con su momento en el paraíso.

El segundo y definitivo viaje de Gauguin a la Polinesia tuvo lugar en julio de 1895. Tenía 47 años, muy poco dinero en el bolsillo y estaba enfermo. A sus problemas cardíacos, las erupciones cutáneas y el alcoholismo se sumó la sífilis, teniendo que defenderse de quien le señaló como leproso.

Pero con todo, sus últimos ocho años de vida, a pesar de sus seis estancias hospitalarias y sus dificultades económicas, fueron de una enorme creatividad. Para mantenerse trabajó como escribiente en la oficina catastral de Papeete donde dibujaba planos y copiaba manuscritos por la miseria de seis francos al día, que necesitaba para pagar sus tratamientos médicos.

Marquesas

A principios de 1901 la situación cambió algo, pues desde París el marchante Ambroise Vollard le ofreció un contrato de 300 francos al mes a cambio de 25 cuadros al año. En el mes de agosto de ese año, tras vender su propiedad y abandonar a su compañera Pahura y a sus hijos, su segunda familia tahitiana, Gauguin viajó a las Marquesas, a 1.400 kilómetros al nordeste de Tahití, en busca de nuevos estímulos.

Allí, en la aldea de Atuana, adquirió un terreno a los misioneros católicos, propietarios de toda la isla, y se construyó su última cabaña, que llamó Maison de Jouir: Casa del Placer. Abiertamente provocador, Gauguin era considerado un amigo por los habitantes del lugar pero, por los misioneros y las autoridades, un rebelde que empujaba a los indígenas a transgredir la ley. Aún en esas circunstancias siguió escribiendo, dibujando, esculpiendo y pintando algunas de sus obras maestras. En la isla vivió su último ¿amor?, Vaeoho, una muchacha de catorce años con la que tuvo una hija.

Paul Gauguin murió de un ataque al corazón el 8 de mayo de 1903. A su lado sólo dos personas, el brujo maorí Tioka y el pastor protestante Vernier, acaso escenificando en el momento de su muerte la doble naturaleza del artista: el hombre europeo que decidió vivir como primitivo.

En la página final de NOA NOA escribe Gauguin: “¡Adiós tierra hospitalaria, tierra deliciosa, patria de libertad y de belleza! Parto rejuvenecido veinte años, más bárbaro también que a la llegada y, por tanto, más instruido. Sí, los salvajes han enseñado muchas cosas al viejo civilizado, muchas cosas, esos ignorantes, de la ciencia de vivir y del arte de ser feliz”.