Acosado, juzgado y académicamente linchado, decide no defenderse, abandonar la ciudad y refugiarse en la granja solitaria de una hija con la que tiene poco que ver. Allí sufrirán una agresión brutal por parte de unos jóvenes negros a raíz de la que se podrán de manifiesto las diferencias entre ambos a la hora de asumir la desgracia: ella pragmática y conciliadora; él, rabioso e inflexible.
Fiel al texto
Estos son los mimbres con los que el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee, Nobel de Literatura 2003, construyó Desgracia, libro perturbador hasta la extenuación, con el que logró en 1999 su segundo Premio Brooker.
Fiel, muy fiel a aquel texto, el director australiano Steve Jacobs ha filmado una, como no debía ser de otra forma, perturbadora película en la que los personajes (sobreactuado al principio y brillante a la postre John Malkovich y siempre convincente Jessica Haines) se ubican en situaciones extremas que les hacen replantear su papel en el mundo, sus códigos y creencias. Al desnudo, la esencia del ser humano acorralado.
Premiada por la crítica en el fiable Festival de Toronto, Desgracia es una muy buena adaptación que no deja a nadie impasible. De menos a más cada fotograma, que responde casi a cada página de la novela, atenaza a quien observa y le hace partícipe de una sociedad convulsa que se debate entre el peso del pasado con toda su carga de injusticia, y la mirada hacia un futuro que no acaba de verse con claridad. Una Sudáfrica de la que se ha dicho que ha pasado sin solución de continuidad del drama de la segregación racial al caos resentido del presente.
Apartheid
Oficialmente esa vergüenza que la historia conoce como Apartheid concluyó en Sudáfrica hace dos décadas, pero siguen desbridándose todavía las profundas heridas alimentadas a lo largo de siglos.
No es fácil concretar en unas líneas lo vivido. A mediados del XVII el inmenso país que remata por el sur el continente africano estaba ocupado por tribus dispersas con lenguas y culturas muy distintas. Por entonces, en 1562, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales instaló un puesto de avituallamiento en el Cabo de Buena Esperanza, lo que provocó que desembarcasen en la zona los primeros colonos europeos y en poco tiempo oleadas de inmigrantes holandeses, franceses, alemanes e ingleses.
Dos siglos más tarde, el Cabo era una colonia británica enfrentada a los descendientes de los primeros inmigrantes holandeses, los afrikáners, blancos, profundamente religiosos e independientes y defensores a ultranza de la esclavitud.
La conocida como Great Trek, una gran marcha iniciada en la que los afrikáners aplastaron a una serie de tribus negras y se liberaron del dominio inglés, consolidó entre estos fanáticos la idea de que eran el pueblo elegido para civilizar a una raza menor. En 1910, se unieron bajo el mando afrikáner las cuatro provincias que integraban África del Sur y el Gobierno determinó que decenas de millones de nativos negros viviesen (sobreviviesen) bajo el absoluto dominio blanco.
Surge así, tres años más tarde, el Acta de Tierras para Nativos por la que el 87% de la tierra quedaba reservada para unos cuantos miles de blancos, que habían arrebatado por la fuerza a millones de nativos sus granjas y casas.
El ultraderechista Partido Nacional Afrikáner consolidó su poder en 1948 y extendió su ideología profundamente cerrada, nacionalista y reaccionaria que observaba a los negros al tiempo como seres inferiores y como una amenaza para sus intereses.
De mal en peor
La segregación racial se agudizó a través de un sistema legal e ideológico que controlaba, desde el nacimiento hasta la muerte, todos los aspectos de la vida de los sudafricanos (una población en la que la raza negra constituía abrumadora mayoría). Este sistema, cuyo objetivo era proteger a los afrikáners de cualquier mezcla racial, asegurar el poder de los blancos y utilizar a los negros como mano de obra gratuita o, en el mejor de los casos, muy barata, fue conocido con el nombre de Apartheid.
Los abusos y matanzas, -entre las que la de Shaperville, en 1960 y la de Soweto, en 1976, concitaron la atención y la censura internacional-, promovieron un creciente movimiento de resistencia entre las comunidades negras que consolidó en organizaciones políticas como el Congreso Nacional Africano (CNA). En los 80, Sudáfrica vivía una guerra abierta entre el Gobierno y el Ejército, -que aplastaban de forma sangrienta cualquier manifestación-, y la mayoría de la población.
Naciones Unidas declaró el Apartheid como crimen contra la humanidad y los informes de las atrocidades impulsaron la presión mundial que obligó al presidente de Klerk a legalizar en febrero de 1990 al CNA y al resto de los partidos políticos. Tras 27 años de cárcel, Nelson Mandela fue liberado y en 1994 el país celebró sus primeras elecciones libres, ganadas con claridad por el CNA con el propio Mandela como presidente.
El atípico perfil demográfico sudafricano marcado por la heterogeneidad y los problemas, cuentas y rencores heredados del Apartheid, gravita sobre la vida del país y constituye el hilo conductor de la inmensa (desoladora a ratos por clarividente) obra literaria de J.M. Coetzee.
Desgracia es otro ejemplo más de cómo la literatura y el cine pueden ser, y de hecho son, perfectos aliados; lenguajes complementarios.
Desgracia [1]
Director: Steve Jacobs
Intérpretes: John Malkovich, Jessica Haynes, Eirq Ebouaney y Fiona Press.
Australia/Sudáfrica. 2008. 120 minutos.