Debutó en el cine con apenas 15 años y antes de cumplir los 20 se convirtió en una de las grandes estrellas del cine mudo con películas como La leyenda de Gösta Berling (Mauritz Stiller, 1924) y Bajo la máscara del placer (Georg Wilhelm Pabst, 1925). La consagración le llegaría con El torrente (Monta Bell, 1926), basada en la novela Entre naranjos de Vicente Blasco Ibáñez, La tierra de todos (Fred Niblo, 1926), su primer trabajo en EE.UU., El demonio y la carne (Clarence Brown, 1926), Amor (1927), adaptación libre de la Ana Karenina de Tolstoi, La mujer divina (1928), el filme del que solo se conserva un rollo de nueve minutos y que le regaló el apodo con el que fue conocida hasta el fin de sus días, La dama misteriosa (Fred Niblo, 1928) y La mujer ligera (Clarence Brown, 1928), entre otras.
Al contrario de Mary Pickford y Gloria Swanson, no solo sobrevivió al cine sonoro, a pesar de su fuerte acento sueco, sino que durante la década de 1930 reforzó su estrellato, hasta el punto de que con sus dos primeras películas sonoras, dirigidas por Clarence Brown en 1930, Anna Christie y Romance, obtuvo dos de sus cuatro nominaciones al Premio Óscar.
«Give me a whisky» fue la primera frase que pronunció desde la pantalla (Anna Christie), motivando el célebre dicho “¡La Garbo habla!”. A ambas películas le siguieron varios éxitos, como Mata Hari (George Fitzmaurice, 1931), Gran Hotel (Edmund Goluding, 1932), La reina Cristina de Suecia (Rouben Mamoulian, 1933), con guion escrito por su amiga y confidente Salka Viertel, Ana Karenina (Clarence Brown, 1935) y Margarita Gautier o La dama de las camelias (George Cukor, 1936).
En 1939 realizó su primera comedia, la memorable Ninotchka, dirigida por Ernest Lubitsch, que no solo fue un gran éxito comercial y de taquilla, sino que le sirvió para ser considerada por la crítica tan buena comediante como actriz dramática (su sorpresiva carcajada en una de las escenas más recordadas del filme hizo titular a no pocos articulistas: “¡La Garbo ríe!”). Dos años después volvió a la comedia ligera con el filme La mujer de dos caras (George Cukor), estrenada pocas semanas después del bombardeo de Pearl Harbor, que sería su última aparición en el cine.
En 1941, con tan solo 36 años y en la cúspide de la popularidad, dejó el mundo del cine y, tras unos años dedicada a viajar por toda Norteamérica, pasó el resto de su vida en un lujoso apartamento de la neoyorquina calle 52, rodeada de obras de arte y cerca de Central Park, por donde solía dar largas caminatas a diario, escondiendo su bellísima y parlera mirada azul tras unas oscuras gafas de sol.
Quería que la dejaran en paz, “estar sola”, pero no pretendía llevar una vida monacal, tan solo quería aislarse de Hollywood y sus derivadas periodísticas (“I want to be alone”, es una cita de su personaje en Gran Hotel). Sin embargo, acabó como una ermitaña urbanita, tal y como le confesaría en una carta a Salka Viertel: “No voy a ninguna parte, no veo a nadie… Es difícil y triste estar sola, pero a veces es aún más difícil estar con alguien… Sigo siendo una niña confundida y cansada…”. Su precoz y voluntario retiro le privó de aparecer en algunas de las mejores películas que se rodaron en Hollywood tras la Segunda Guerra Mundial.
Cuando tomó la determinación de retirarse de los focos hacía bastante tiempo que se venía preguntando: «Nací; crecí; he vivido como cualquier otra persona. ¿Por qué la gente debe hablar de mí? Todos hacemos las mismas cosas de maneras que son un poco diferentes. Vamos a la escuela, aprendemos; somos malos a veces; somos buenos otras. Encontramos trabajo y lo hacemos. Eso es todo lo que hay en la historia de vida de cualquiera, ¿no?».
Años más tarde, la actriz comentaría: “Mi vida ha sido una travesía de escondites, puertas traseras, ascensores secretos, y todas las posibles maneras de pasar desapercibida para no ser molestada por nadie”. Y un día, que paseando por el East River de Manhattan, un admirador le preguntó si realmente era ella, contestó: «Yo fui Greta Garbo».
Su última entrevista fue tan breve como sorprendente. Un periodista le empezó diciendo “yo me pregunto…” y ella le interrumpió y se marchó diciendo “¿por qué preguntarse?”. Había dejado al periodista con la palabra en la boca, del mismo modo que mucho tiempo atrás había dejado al galán John Gilbert, con quien estaba manteniendo un apasionado romance, al pie del altar con los anillos en el bolsillo.
Ramón Novarro, su compañero de reparto en Mata Hari, dejó para la historia del cine esta afirmación de la actriz sueca: “Es todo lo que uno podría soñar. Además de hermosa, es seductora, llena de misterio, con una lejanía que solo los hombres comprenden…”, aunque parece que en esto se equivocó porque, por lo visto y lo no visto, es decir, por lo que se especula, fueron varias las mujeres, como la actriz mexicana Dolores del Río, la escritora hispana Mercedes de Acosta y hasta la propia Marlene Dietrich supieron descubrir las cualidades personales más íntimas de la actriz que fue “bella entre las bellas”, pero la menos engolondrinada de ellas.
La compañía de la que más pudo disfrutar durante las últimas tres décadas de su vida fue la de su ama de llaves, Claire Koger, quien afirmó tras la desaparición de la diva en 1990 que eran “como hermanas”.
El periodista Aurelio Pego inventó en la época de apogeo de la artista sueca el neologismo “garbitis” para nombrar un fenómeno que consistía, según él, en “una inflamación de la visión” cuando se miraba, o mejor aún, cuando se quedaba grabada en el público la imagen de la divina. La “garbitis” (también se acuñó el término “garbismo”) demuestra el peso que tuvo la Garbo en la cultura cinematográfica de los años veinte y treinta, así como el extraordinario interés que despertó su irrupción en la escena y sus trabajos cinematográficos entre los críticos y el público a uno y otro lado del Atlántico. Por su parte, ella parece que solo buscaba saber qué hacer para que la vida le resultara tan maravillosa como esperaba.
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