Justin Hurwitz – «Epilogue» (2016)
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Justin Hurwitz – «Epilogue» (2016)

Ojo spoiler. Al final de «La La Land» (2016) Mia, la aspirante a actriz interpretada por Emma Stone llega con su nueva pareja al local donde Sebastian (Ryan Gosling) toca el piano. Juntos habían vivido previamente una historia de amor de ensueño en la ciudad de las estrellas, pero como tantas otras historias de Los Ángeles, las aspiraciones y los sueños no salen como habían planeado, y la cruda realidad les fue apagando su brillo. Pero comienza el concierto de Sebastian y esa cruda realidad desaparece por completo; la historia se reescribe y finalmente todo sale bien; no hay discusiones ni caminos divergentes. Es la magia de la ficción, (en este caso dentro de una ficción). 

 

Damien Chazelle había llamado la atención con «Whiplash» (2014) por su buena caligrafía y tempo, pero el reconocimiento masivo vino con el homenaje al musical hollywodiense de «La La Land». Aquí, Chazelle mezcla la colorida fábrica de sueños con una gris desventura amorosa que no aguanta la fantasía que nos montamos en la cabeza. Justin Hurwitz, el roomy de Chazelle en la Universidad, apostó por el estilo compositivo de la edad de oro de los musicales, tiempos de big band, swing y standards de jazz. «Epilogue» empieza con un piano solitario para luego rememorar todas piezas que han ido sonando a lo largo de la película, las imágenes son aún más artificiales, más esquemáticas, teatrales. Una ilusión optimista que finalmente vuelve al piano solitario, que ahora suena más realista que nunca.

 

Define la década porque «La La Land» fue uno de los acontecimientos musicales de los 2010s. El público del siglo XXI, ya descreído y escéptico, pudo saborear por un momento la inocencia y la fantasía de los primeros musicales, aquellos con los que el cine alcanzó todo su potencial y madurez narrativa en los 40s y 50s. Desde finales de los 60 el musical se empezó a ver como algo infantil, pero «La La Land» consigue combinar ternura y crudeza hábilmente, y es con su final-espejismo con el que Chazelle tiene su mayor acierto, un epílogo que demuestra el poder que tiene la imaginación y la ficción para evaporar nuestros problemas, al menos por un momento, por unos minutos en los que, como niños, olvidamos todo viendo colores y melodías.

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