A finales del 2019, el influyente crítico Simon Reynolds publicó en Pitchfork el artículo «El auge de la conceptronica», una mirada al creciente número de discos de electrónica que parecen estar más relacionados con los museos que con el club. El artículo comenzaba hablando de «Paradiso» (2017) el álbum de Chino Amobi que se presentó como «una epopeya musical ambientada en una americana distorsionada poblada por un elenco de sirenas, demonios, ángeles, diablillos, sacerdotes, hierofantes, monstruos y campesinos». 

El estadounidense Chino Amobi, hijo de emigrantes nigerianos, estudió bellas artes en Virginia y ha centrado su obra en la geografía y la pertenencia. Cofundó el sello NON Records dedicado a músicos africanos o de la diáspora africana, y antes de música realizó pinturas e instalaciones sonoras. «Paradiso», su álbum debut, no es un disco concebido para el deleite armónico sino para todo lo contrario; es una experiencia sensorial incómoda, que materializa la esquizofrenia y el vacío. Un infierno sonoro que resulta ser una joya experimental, un collage de voces, ruidos y géneros que retan al oyente a enfrentarse a las tinieblas de la sociedad contemporánea.

Define la década porque «Paradiso» es una de las fronteras sonoras de los 2010s, uno de los discos experimentales más arriesgados y fascinantes por su densidad agobiante de ideas y sonidos. «Blood of covenant» es sólo una estación más de este pasaje del terror que no se puede escuchar de la misma manera que se escucha la música popular. Amobi nos desafía en 71 minutos a mirar al nuevo averno (digital, hiperconectado), que sin duda no va a ser confortable, pero seguramente consiga ser renovador.