Sin embargo, nada más iniciarse el curso siguiente, en el que se estudiaba la asignatura de Geografía Universal, el maestro nos comunicó a mis compañeros y a mí que había ideado un sistema con el que haríamos hablar a los mapas mudos o, al menos, parecer que hablaban, como sucedía con Harpo Marx, que, sin decir una sola palabra, mantenía las más divertidas conversaciones con sus hermanos. Y, ante nuestra cara de incredulidad, se dispuso a contarnos su invento pedagógico.
El método consistía en que, conforme fuéramos estudiando los distintos continentes, él nos iría contando una serie de historias relacionadas con el deporte, la literatura, la ciencia o el arte, que nos permitirían “viajar” hasta los lugares donde habían llegado algunos de los personajes más singulares de la Historia y proyectar en el viaje nuestra propia aventura. Al mismo tiempo, este insólito viaje nos facilitaría fijar en el mapa y en nuestra memoria ciudades, ríos, montañas, valles, desiertos, bosques, lagos, volcanes, mares, golfos, deltas, archipiélagos y cualquier otro accidente geográfico. Si desde San Francisco a París el mundo comenzaba a soñar que otro mundo era posible, ¿por qué no íbamos a ser capaces nosotros de idear otra forma de aprendizaje diferente? Sin duda, esta era una forma divertida de aprehender y aprender. Así, del desconcierto pasamos a la intriga, y de la intriga a la acción.
Cuando iniciamos el estudio del continente europeo, lo primero que hicimos fue localizar las 31 ciudades a las que pertenecían los equipos de fútbol que habían participado en la Copa de Europa del año anterior, ganada por el Real Madrid-yeyé. De esta manera aprendimos a señalar casi a ciegas en el mapa político europeo Róterdam, Bruselas, Turín o Belgrado, ciudades de otros tantos rivales derrotados por los Pirri, Zoco, Amancio y Velázquez hasta proclamarse campeones.
Asimismo conseguimos identificar rápidamente en el mapa físico los cursos de los grandes ríos europeos, las diferentes cordilleras o cadenas montañosas y los diferentes accidentes costeros (golfos, deltas, bahías, fiordos, etc.) asociándolos a algún personaje destacado, un acontecimiento histórico importante o una referencia literaria o artística previamente comentada por el maestro. Fue lo que sucedió con el Danubio azul, el famoso vals que Johan Strauus dedicó al río de color verde plateado a su paso por Viena, o con El maravilloso viaje de Nils Holgersson, el apasionante libro de aventuras que la pedagoga y escritora Selma Lagerlöf escribió para que los escolares suecos aprendieran la geografía del país escandinavo.
El continente americano lo exploramos de la mano de los grandes cronistas de Indias, pero también acompañando a las expediciones de Alexander von Humboldt por el “llano vacío”, la “montaña telúrica” y la “selva virgen”, o subidos a bordo del Beagle, el bergantín en el que Charles Darwin cruzó el Estrecho de Magallanes, llegó a las Isla Galápagos y pergeñó la teoría de la evolución.
Para conocer el continente africano, el maestro nos contó una serie de historias que atrajeron nuestra atención sobre el mapa de África como el imán atrae al hierro: las aventuras del controvertido Henry Morton Stanley a la busca del doctor Livingstone y las fuentes del Nilo, la expedición del cuevano Yuder Pachá hasta la mítica Tombuctú y las peripecias de Alí Bey por toda la cornisa norteafricana. El mapa de Asia lo fuimos dibujando con las descripciones del Libro de las maravillas, de Marco Polo y los relatos de Rudyard Kipling. Oceanía la recorrimos siguiendo las huellas del intrépido James Cook, las pinturas de Paul Gauguin y los relatos de Robert Louis Stevenson, a quien los aborígenes de Samoa llamaban Tusitalia, “el que cuenta historias”.
Conforme avanzaba el curso, nos aventuramos en viajes transcontinentales, como el realizado a imitación de La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, para lo cual el maestro, que era aficionado a la papiroflexia, nos hizo construir pequeños vehículos en papel (un barco, un avión, un tren y un automóvil) con los que nos desplazábamos por el mapa. Moviéndonos de un lado a otro como auténticos vagamundos, visitamos todos los lugares que figuraban en el libro de texto oficial y muchos otros que no recogía, como la enigmática Thule, que nosotros relacionábamos con la patria de la princesa Sigrid, la eterna novia del Capitán Trueno.
De paso, conocimos, por boca del maestro, algunos de los primeros viajes a la luna en la historia de la literatura, supimos de las aventuras de Ibn Battuta, el legendario viajero bereber, e imaginamos lo que podían haber sido las andanzas por las Indias Occidentales de Don Quijote y Sancho de haberse llevado a efecto el ansiado viaje al Nuevo Mundo de Miguel de Cervantes. En lo que no nos pusimos de acuerdo mis compañeros y yo fue en la ubicación precisa de Liliput, la isla de los seres diminutos descrita por Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver, pero el maestro zanjó la cuestión, asegurando que nadie nos suspendería si cada uno de nosotros situaba la isla en el lugar que le dictara su imaginación.
Al comienzo del mes de junio, ya en vísperas de los exámenes finales, comenzamos a notar que, cuando marcábamos muchos de los lugares del mapa, escuchábamos voces que nos susurraban historias acerca del sitio señalado. Entre otras, la del flemático Phileas Fogg conversando con su fiel criado Passepartout acerca de Londres y Nueva York, la del joven Kim, que nos hablaba de la India, la de Rodrigo de Triana gritando “¡tierra, tierra!”, cuando nos acercábamos a las costas caribeñas, o la de Pascual Artero, “el rey de Guam”, al adentrarnos por el laberinto de islas de la Micronesia. Cuando llegábamos a cualquiera de las selvas marcadas en el mapa, parecíamos oír el eco de Mowgli, y, si nos deteníamos en el Sáhara o en cualquier otro desierto creíamos escuchar la voz de El Principito.
Cuando el día del examen el profesor nos entregó los mapas mudos en los que consistía la prueba, comencé a charlar con ellos de forma espontánea, lo que sirvió para ganarme una buena reprimenda, ya que, al verme hablar con la cabeza agachada sobre el pupitre, el profesor sospechó que yo pudiera llevar un micrófono oculto para comunicarme con alguien en el exterior y hacer trampas en el examen. Afortunadamente, la cosa no pasó a mayores y, tras un breve cacheo para comprobar que no estaba tratando de imitar al Super agente 86 (“el operario más eficaz del recontraespionaje”, protagonista de una de las series televisivas más populares en aquel momento), todo quedó en una irónica sonrisa del profesor, que parecía espejar el pensamiento de que “este chaborro no anda bien de la chola”. Sin embargo, cuando un rato más tarde me lo encontré en la puerta del Instituto, me volvió a sonreír, esta vez de manera más abierta, y me dijo: “muy bien, chaval”, lo que interpreté como una señal de que el método del maestro había funcionado.