Andrés Ortega, que fuera, en distintas épocas, director del Departamento de Estudios y de Análisis y Estudios del Gabinete de Presidencia de Gobierno, es coautor, con Ángel Pascual-Ramsay, de la obra ¿Qué nos ha pasado? El fallo de un país en la que intenta explicar, desde distintas perspectivas, -la económica, la social, la económica y la del cambio global-, la crisis en sí, sus dramáticas consecuencias y las posibles vías de salida.
De todo ello se trata a lo largo de una entrevista en la que se insiste en que lo que hace más difícil la situación es que esta crisis económica nacional esta retroalimentada no sólo por una crisis internacional, y del euro, sino también por un cambio geopolítico de primer orden, que el riesgo de estallido social es real y que, “pese a que nos encontramos no en medio de una tormenta sino de un auténtico cambio climático”, si se toman las medidas adecuadas hay razones para la esperanza.
¿Crisis de crisis?
Esta crisis es una convergencia de crisis, es una crisis de crisis que se han ido retroalimentando las unas a las otras. Primero fue una crisis financiera, después una crisis económica, después una crisis social, todo ello envuelto en una crisis del euro en una situación geopolítica cambiante. Hay una crisis del modelo productivo. Otra del modelo financiero, otra en el sentido del cambio del entorno geopolítico, y una crisis de un marco esencial para España como es Europa.
¿Qué le ha pasado a España para colocarse en cabeza del pelotón de la crisis?
Si tuviera que concretarlo en un solo elemento señalaría hacia el desastre de la burbuja inmobiliaria. Este factor a su vez ha creado una burbuja de crédito en España en la que han entrado también las empresas. Cuando la crisis internacional arrancó en 2008 nos pilló completamente endeudados, no en términos públicos, sino privados, con un sistema financiero en mal estado y sin una estrategia de crecimiento de recambio.
Hay que pensar qué nos trajo hasta aquí. España no tenía problemas de deuda pública. El estado social y económico español no era, ni mucho menos, insostenible. El problema de la deuda ha venido al tener que hacer un rescate financiero y al tener que reactivar la economía que se colapsó como consecuencia de las prácticas y las políticas económicas y empresariales muy poco adecuadas.
El apartado de las responsabilidades tiene muchas caras…
Habría que hablar de un fallo de país. Visto desde ahora constatamos que los dos últimos años del Gobierno presidido por Aznar y en la primera legislatura de Rodríguez Zapatero se tenían que haber hecho cosas, como por ejemplo no impulsar la burbuja financiera sino pincharla y hacer una reforma laboral. Hacer en aquellos momentos una reforma razonable hubiera sido mucho mejor asumida que ahora. También se tenían que haber hecho muchas reformas estructurales.
¿La imagen de España está a la baja?
La imagen de España se ha deteriorado mucho con la crisis. Hay ejemplos como el del otro día cuando el New York Times publicaba en primeras páginas un reportaje en el que se explicaba como por la crisis España se había convertido en uno de los paraísos de la prostitución. Este tipo de cosas nos hacen muchísimo daño porque además también se habla de la deuda, de la incapacidad de crecer, etc. La imagen de España ha sufrido un preocupante retroceso desde aquellos tiempos en los que se decía que creábamos más puestos de trabajo que el resto de la UE en su conjunto.
¿Riesgo de intervención?
Dadas estas circunstancias el riesgo de intervención en España es real. Hay una idea que apunta a considerar que por el hecho de algo que tenga unas consecuencias sociales y económicas tremendas no puede pasar y eso no es así; puede pasar. Es evidente que el coste sería tremendo. Pero también conviene de alguna forma considerar que el coste del mantenimiento del euro también es enorme o incluso mayor.
El riesgo de intervención siempre ha sido real, sobre todo en el último año del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Ahora, por supuesto, lo sigue siendo. Sin embargo, en mi opinión, España tiene tal dimensión que una intervención sobre nuestro país podría generar una reacción en cadena en la que iría en primera instancia Italia y después Francia, que también tiene bastante disparado el diferencial de la deuda. Todo ello llevaría a la ruptura del euro que sería un desastre no sólo para España, sino para toda Europa.
¿Cuáles serían para la población general las consecuencias de una posible intervención?
Ya lo hemos podido ver en otros países, como el caso de Grecia o Portugal. En primera instancia una bajada de pensiones, una bajada general de salarios y en el número de funcionarios, una bajada de sueldos en la que ya estamos y grandes recortes sociales en ámbitos tan decisivos para el estado del bienestar como la sanidad o la educación. Al tiempo acrecentaría la recesión en nuestro país, tal como le está sucediendo a Grecia.
Un enorme coste social…
Cuando se plantean, en Europa y también aquí por parte del Gobierno actual, ajustes y recortes hay el riesgo de olvidar que estos ajustes tienen un lado económico, pero también tienen un lado social y hay el peligro de que si se tensa demasiado la cuerda esto se rompa por el lado social porque puede llegar un momento en el que la gente diga basta. Cuando a la gente se le exige un esfuerzo enorme sin que se vea luz al final del túnel existe el riesgo de que diga basta y el proceso se quiebre. Estas situaciones han dado lugar, en etapas anteriores de este continente, a soluciones extremistas y a un populismo al que se llegó porque en situaciones de desesperación la gente es más receptiva a este tipo de opciones.
Tenemos otro problema muy serio en las sociedades occidentales actuales y es que como consecuencia de las políticas de los últimos treinta años, los mecanismos que antes permitían que el descontento social se incorporara al proceso de toma de decisiones políticas han desparecido.
Uno de los problemas del corporativismo que tiene España es que casi todos los sectores están dominados por unas élites que tienen bloqueada la iniciativa creativa del país y ese corporativismo elitista está presente en el sector empresarial, en el político, en el de los sindicatos, en los medios de comunicación, etc.
Antes, el descontento social de alguna forma se canalizaba y ahora hay una evolución del descontento pero parece que no pasa nada. Hay huelgas generales y al día siguiente parece que no hubiera pasado nada y eso es muy frustrante para la opinión pública. Hay una percepción de que el sistema está montado de manera tal que la mayoría pierde y que no se puede hacer nada al respecto. Se piensa que los políticos y sus partidos están atrapados por los mercados, los inversores, etc.
Y como los mecanismos por los que el descontento social podía influir en las decisiones políticas han sido erosionados y parecen haber desaparecido, el descontento se queda ahí y no tiene válvula de salida y eso es muy peligroso, pues cuando la gente ve que el sistema político no puede articular la frustración y el descontento empieza a buscar otras salidas.
El descontento social no debería ser visto como algo negativo, sino como una reacción del sistema ante algo que no funciona y debería de ser cambiado. Cuando no hay mecanismos que permitan ese cambio dentro del sistema estamos en la situación actual en la que la mayoría se ve perdedora dentro del sistema socio económico y no se siente escuchada y eso, insisto, es muy peligroso. El riesgo de estallido social es real. No de forma inmediata, pero si en un año o año y medio la gente no ve alguna luz en el túnel y que la salida es una cuestión real… ¡cuidado!
Insiste usted en que la austeridad no es la solución.
No me cansaré de decir que la austeridad no es en modo alguno la solución. La austeridad impuesta a machamartillo no permite crecer sino que ahoga el crecimiento. Pero es necesario compaginar de alguna manera una estabilidad financiera y lograr en unos años el objetivo del 3 por ciento de inflación, no necesariamente en dos años, con una estrategia de crecimiento de la economía española. Tenemos que innovar. No debemos olvidar que hay una mitad de la economía española que va bien, que exporta, pero hay otra que está parada y que es imprescindible que se reactive.
¿A la hora de remontar, por dónde deberían pasar las soluciones?
Lo fácil es ser agoreros del desastre pero la realidad es que esto tiene arreglo; claro que lo tiene. Hay cuatro dimensiones en los que se puede y se debe actuar. La primera es asumir que el capitalismo, tal como se ha entendido en estos últimos años treinta años ha fracasado.
Ese capitalismo ha generado una serie de disfunciones, sobre todo un incremento muy importante de la desigualdad de rentas que está en el origen de la burbuja de crédito. Las rentas bajas y medias están estancadas.
Por otra parte habría que recordar que es lo que hizo que la segunda mitad del siglo XX viviese el milagro económico que se vivió, que no fue otra cosa que la combinación de la libertad de mercado con la capacidad política de regularlos y controlarlos. Es una falacia crear una tensión entre estados y mercados. Es al contrario, para que los mercados funcionen bien tiene que haber un estado potente. Hay una correlación directa y positiva entre las economías que más crecen y el tamaño del estado.
Hay que enfrentarse también a la gran vaca sagrada de los últimos años que es la globalización. La globalización genera, ineludiblemente, desigualdades. Eso se puede gestionar siempre que haya instrumentos de redistribución. Esos instrumentos en los últimos años han sido sistemáticamente erosionados. Ha llegado un momento en el que la globalización ha empezado a no funcionar para la mayoría. Hasta hace unos años ese sistema no funcionaba para las clases trabajadoras que eran minoría electoral, pero ahora en los países occidentales las clases medias están sintiéndose perdedoras dentro del sistema económico. Un sistema económico que genera mucha riqueza pero que esa riqueza es apropiada por una minoría y la mayoría vive una creciente ansiedad económica vital y un estancamiento o incluso disminución de sus rentas. Las personas con una formación media están en niveles de salario de 1973, en tanto que el uno por ciento de la población ha incrementado de forma exponencial sus ingresos. Cada vez son más las voces que indican que hay que quebrar esa tendencia a la desigualdad que ha provocado y sigue provocando la globalización en general y, particularmente, la globalización financiera.
España tiene un problema esencial pues tiene un mercantilismo plutocrático en un sistema capitalista. En el sentido de que muchos de los sectores de la economía española siguen siendo sectores con poca competencia, dominados por dos o tres empresas en las que la connivencia entre lo público y lo privado ayuda a mantener una posición privilegiada, en la que hay una clase empresarial poco dinámica que también es responsable de la crisis. Es evidente que hay muchas excepciones y sectores, empresarios y empresas muy competitivas, pero hay una parte importante que no funciona. Es plutocrático, y hemos visto que ahora el gobierno parece querer santificar con la amnistía fiscal; hay una expropiación realizada por unos pocos a la riqueza generada por todos.
¿Haría falta una importante transformación?
España necesita, como agua de mayo, una transformación profunda de su estructura económica, que pasa sobre todo por la liberalización y para eso el principal ingrediente es democratizar el acceso a lo que permite innovar. Las personas y las empresas que tienen acceso a los instrumentos que generan la innovación son muy limitadas. Hay que ampliar la base de quienes pueden innovar y eso pasa por una profundización democrática de nuestra economía de mercado.
Todo esto conecta con la Unión Europea. Hay que plantear un gran acuerdo con nuestros socios europeos a través del cual España se comprometa a realizar estas reformas y promover una economía realmente dinámica para afrontar con garantías el siglo XXI. No se puede ignorar que en algunos aspectos estamos en el siglo actual, en otros nos hemos quedado en estructuras del siglo XX y en algunos, como el tema de funcionario o la judicatura, seguimos en el XIX. A cambio de ese esfuerzo queremos que Europa nos conceda más tiempo para estructurar ese espíritu reformista y articular estímulos que nos permitan seguir creciendo.
En absolutamente necesario un gran pacto nacional para definir el modelo productivo hacia el que queremos ir. En este sentido, un gran pacto de crecimiento ayudaría no sólo a marcar la salida y a diseñar estrategias eficaces, sino a aliviar ese evidente descontento social que, de lo contrario, puede recrudecerse.
No recortar los gastos que mejoren nuestro futuro, como es la innovación, la I+D+i, la educación o la sanidad que es un gasto anticíclico que además produce mucha investigación y desarrollo. Habría que analizar otras vías de crecimiento y de creación de empleo como puede ser el desarrollo de energías renovables, el de servicios sociales, lo que conocemos como economía blanca y economía verde.
De cara a ganar competitividad deberíamos plantear el bajar sueldos, pero también hay que rebajar beneficios de las empresas que son mucho más altos en España que en el resto de Europa o en países con los que nos podamos comparar, lo que quiere decir que no se invierte lo suficiente en el propio país.
Nuestro futuro pasa por Europa…
Saliendo al paso de algunas voces que hablan de fractura y cosas por el estilo, creo que Europa es lo mejor que le ha pasado a España en los últimos quinientos años. Europa es el patrimonio democrático de la humanidad. Es un logro político, institucional y democrático sin parangón que nos ha generado un enorme beneficio.
España tiene que ser un actor protagonista en esta revitalización del proyecto europeo. Es complicado pero es posible.
Hay que recordar, y ahí están las terribles guerras vividas en este continente, las consecuencias cuando se olvida la importancia de crear un proyecto colectivo y dejar a una parte de la sociedad atrás. Todavía hay muchas personas vivas que vivieron aquellas tragedias y fueron testigo de sus consecuencias. Las clases más pudientes deben asumir que el precio a pagar por el hecho de que ellos salgan ganando en el sistema es ayudar a que nadie se quede atrás. Esa conciencia de ese coste es quizá lo que hoy en día se ha olvidado y eso hay que recuperarlo. Recordar a la gente que los derechos individuales implican una serie de responsabilidades colectivas.
En plena tormenta y sin caer en triunfalismos, ¿hay motivos para la esperanza?
Esto no es el fin. Tenemos que seguir pero tenemos que ser conscientes de con quien o con quienes competimos. Así como en los años 80 competíamos con países como Italia, Alemania, Francia o Portugal, ahora estamos compitiendo con entre 2.000 y 3.000 millones de personas que han entrado en el mercado como consumidores, lo que implica una oportunidad, pero también como productores. Hablamos de China y los chinos o India y Brasil y sus muchísimos millones de habitantes. Pero claro que saldremos.
Perfil Andrés Ortega (Madrid, 1954), ha sido director del Departamento de Estudios (1994-1996) y de Análisis y Estudios (2008-2011) del Gabinete de la Presidencia del Gobierno, editorialista y columnista de El País y director de Foreign Policy Edición Española. Licenciado en Ciencias Políticas por la UCM y Master en Relaciones Internacionales por la London School of Economics, es autor de varios libros, el último de los cuales es, en colaboración Ángel Pascual-Ramsay, ¿Qué nos ha fallado?. El fallo de un país (Galaxia Gutenberg, 2012). |
{Jathumbnail off}