Fesser ha hecho tantas cosas y durante tanto tiempo que habrá quien le recuerde como hombre de radio y humorista (del dúo Gomaespuma), guionista (impagable de El milagro de P. Tinto), director de cine, actor de doblaje, presentador de televisión, figura comprometida con la educación de los más desfavorecidos o autor de novelas y de narrativa infantil, pero uno tiene la sensación de que él se siente mayormente periodista. Lo es desde que estudiara esa carrera en la Universidad Complutense a finales de los setenta hasta estos días en los que sigue conectando en directo y mandando crónicas a El Intermedio sobre lo que política y socialmente se cuece en Estados Unidos. Porque es de los que entiende el periodismo como una responsabilidad para con los demás, convencido de que cuanto más informados estemos, mejores decisiones podremos tomar.
Marcelo es la novela de la vida de Marcelo Hernández. Marcelo es alguien que enamora a los clientes, que salen del local pensando en volver. Un día sedujo a Fesser que vio en su personalidad y peripecia vital (su niñez en Ecuador, su llegada al nuevo país, la dureza de los primeros años) la base de un relato con el que rendir homenaje a los emigrantes hispanos en Estados Unidos. La obra sumerge al lector en el Manhattan de las últimas décadas hasta la actualidad, cuando el destino del bondadoso barman se cruza, por un lado, con el de Dylan, un millenial arrogante y adicto a las redes sociales que se verá obligado a aprender el oficio, y por otro, con la posibilidad de recuperar un amor perdido.
Hablamos con él de su novela, que estos días presenta en Madrid, y de otros asuntos que lleva dentro Marcelo, como el modo en que ha cambiado Nueva York, la visibilidad creciente de la comunidad latina en esa y otras ciudades estadounidenses, el lado más feo y el más interesante de las redes sociales o la salud mental y la epidemia de suicidios que machaca a los jóvenes más vulnerables.
– ¿Cómo surge la idea de convertir la vida de Marcelo en una novela?
Cuando escribía mi libro A cien millas de Manhattan, un amigo ingeniero, que es el mismo que me enseñó cómo funciona el vapor en Nueva York, me avisó que si no probaba el sándwich de ostras fritas que sirven en el Oyster Bar nunca sabría de qué va realmente esta ciudad. Allí conocí a Marcelo, el responsable de su barra durante más de cinco décadas, que de inmediato me pareció entrañable. En alguna visita posterior, mi esposa Sarah me dijo que quizá debería escribir algo sobre él. La idea inicial era evitar la ficción y contar su vida tal cual pero me di cuenta de que si quería emocionar al lector, necesitaba algo de fantasía que elevara ese material tan sólido y una historia de amor. Todas las novelas son historias de amor aunque en unas te quieran y en otras no. La mayor parte de lo que cuento de Marcelo es real; en cambio, Dylan, el estudiante que entra a regañadientes a trabajar a su vera, es pura ficción pero construido a partir de mucha realidad, de historias de gente muy cercana a mí o que conozco bien. Es un personaje que me ha servido para reconciliarme con esa generación a la cual los de mi edad tendemos a percibir como demasiado interesada en ella misma cuando, en realidad, es la generación con la mente más abierta y con el mayor nivel de compasión en la historia de la humanidad. Y tal como está la humanidad, compasión y mente abierta no nos vienen nada mal.
– Marcelo responde plenamente al perfil de ese barman paciente que sabe escuchar y leer a quien tiene delante.
El Marcelo real se define a sí mismo como un doctor de doctores. Los doctores curan la enfermedad pero cuando no se encuentran bien acuden a Marcelo a por un brebaje. Es bien consciente de que las fórmulas de los cócteles, que en su caso prepara con sencillez, no lo son todo y que con la debida información lo puede hacer cualquiera. La clave es el cariño en la entrega, esa manera de hacer con la que consigue que el cliente siga volviendo. No se trata de saber darle una pizca más de limón o de angostura. Es como con las canciones. Un mismo tema puede ser cantado de forma horrible o maravillosa.
– Hay un canto al trabajo bien hecho cuando Marcelo habla de que el amor a un oficio va más allá de conocer su mecánica.
Marcelo sabe que la cosa no va de sorprender sino de emocionar. Pone emoción a los cócteles y por eso resultan memorables. Logra que no los olvides y que recuerdes dónde los tomaste.
– Todo un personaje. Y paradójico: expuesto tantas horas al público y al mismo tiempo un gran tímido que elige corbatas llamativas para ocultarse detrás de ellas.
Es muy tímido fuera del bar. Como si en el trabajo interpretara un papel, como si alguien le gritara acción cuando se pone detrás de la barra. Ahí está en su salsa. Sobre las corbatas hay que decir que tiene una colección espectacular. Me dijo que había gente que se acercaba al bar para ver qué corbata se había puesto ese día. Él mismo se ve allí como un director de orquesta. Desfilan gente de muchas formas y colores, con muchos acentos e historias dentro. Él los percibe como una multitud de intérpretes; unos con un sonido muy alto, otros más bajo, más callados, más estridentes… Él hace esa labor de coordinación que puede concretarse en cambiar a alguien de sitio o en presentar a dos personas que no se conocen y merecen conocerse. Su objetivo es que haya armonía y eso pasa en gran medida por hacer sentir a cada uno de los que allí están que son, para él y en ese momento, la persona más interesante del planeta.
– ¿Qué le dijo cuando pudo leer la novela?
¡Que era el primer libro que había leído entero en su vida! Incluso me alabó el mérito de haber conseguido esa proeza. Estaba preocupado con que yo hiciera sangre en el sentido de que revelara anécdotas de clientes. Aunque no hay casi personalidad en la ciudad que no haya pasado por su barra, el libro no va de contar historias de famosos. También le agobiaba que pudiera equivocarme al retratar a sus padres. “Está livianito”, me dijo tras leerlo. Vamos, que se lee bien.
– El de Marcelo es un ejemplo del papel esencial que han jugado los latinos en la economía de Estados Unidos.
Por supuesto, la realidad es que ahora los hispanos son el motor económico de este país. Son los que están en las cocinas de los restaurantes, los que recogen los campos de cultivo, los que trabajan en los mataderos, los que están construyendo casas, tapias y patios… Están por todas partes pero cuando aparecen en la conversación lo hacen como figuras de serie B. Apetece que tu hija sepa español porque va a conseguir un mejor puesto pero ya no tanto que se relacione con un hispano y eso acabe en boda.
– ¿Por qué pasa?
Porque no se entiende bien. Porque se confunde lo hispano con una última inmigración de personas de Centroamérica destrozadas por una política de Estados Unidos de hace cincuenta años. Viene gente muy sencilla, muy humilde y muy pobre. También muy digna y encantadora pero el problema es que tiende a asociarse lo hispano solamente a eso y de ese modo se olvida que detrás de lo hispano hay una cultura espectacular, con un señor que se llama Cervantes, con unas catedrales que están por toda América y con tantas otras cosas. Hay que decirlo más: lo hispano no es una cosa nueva en Estados Unidos, está presente en este país desde hace quinientos años haciendo cosas interesantísimas para su desarrollo.
– ¿Y cómo se reivindica eso?
Una de las maneras de hacerlo es que empiece a haber lo que los estadounidenses llaman role models, modelos sociales a seguir, héroes… Marcelo es uno de ellos. Te enamoras de Marcelo y entiendes que te puedes enamorar de un hispano. Ya empezamos a ver hispanos en la prensa en posiciones muy potentes, más libros sobre historia hispana escritos y no escritos por hispanos, más políticos que son hispanos, que no tienen problema en decir que lo son y que no se cambian el nombre como hacían antes. Vemos también más rostros en la series y en el cine. Incluso oímos español sin subtitular en el mainstream. La última de Spielberg, West Side Story, tiene partes en las que los protagonistas hablan español y no se doblan. Esa normalización de escuchar español, de ver rostros de hispanos en empresas y lugares de decisión contribuirán a que cambien las cosas.
– Pero todavía no han cambiado.
No. Especialmente en este país donde se está echando un pulso enorme entre los que quieren mirar al futuro y los que desean regresar al pasado. Estos últimos no son tantos pero hacen mucho más ruido.
– Ha citado empresarios, políticos, autores, actores… ¿Teme en ese sentido que le afeen una novela que ensalza a un barman y que eso se pueda ver como una contribución al estereotipo del latino tan presente en el sector servicios?
No. Me parece un error pensar que es más importante un sector que otro. Ser un currante honrado y decente que sale bien peinado de casa para ir a trabajar es una maravilla y así hay muchos. Ojalá el libro ayude a que apellidos como el de Marcelo Hernández se consideren tan dignos como el de cualquier otro currito. No hubiera, en eso, ayudado más que hubiera elegido como protagonista a un hispano que fuera subdirector del MIT (Massachusett Institute of Technology), como así es, por cierto.
– Aborda las diferencias para comunicarse entre dos generaciones separadas por muchos años. ¿La brecha se agranda con la presencia tan grande del mundo digital en nuestras vidas?
Es el encuentro entre dos mundos. Está el analógico, el que hemos conocido en el siglo XX, más calmado en el que podían servirnos un café y nosotros, sin ponernos nerviosos, podíamos aguantar unos minutos a que no estuviera tan caliente para empezar a beberlo. El nuevo viene marcado por la tecnología y la prisa. Ambos tienen su lado positivo. Quería hacer un canto a muchas de esas cosas que se están perdiendo y que son fundamentales, pero no una proclama ensalzando el pasado como algo mejor e incidiendo en que todo lo de ahora es horrible.
– En el libro se desliza una cierta crítica a las redes sociales, al modo en que lo superficial goza de tanto éxito. Como periodista que usa Twitter, ¿qué opinión le merecen?
En general suelen ser un patio de cotilleos que no interesan nada y con un montón de gente contando sus cosas sin pudor alguno. Luego hay muchos con antifaz, que no sabes quiénes son. Dicho esto, las redes sociales te permiten tener acceso a un montón de gente. Entiendo el periodismo como una responsabilidad porque me gusta que los ciudadanos estén informados; cuanto más lo estén mejores decisiones podrán tomar para su propia vida. Me abrí una cuenta solo para promocionar A cien millas de Manhattan, pero descubrí que había conectado con un público al que puedo aportar algo contando lo que está pasando en Estados Unidos. Sin duda, las redes se pueden utilizar para hacer cosas valiosas.
– Los problemas de salud mental y el riesgo de suicidio, que tienen un peso importante en la novela, están cobrando esa visibilidad, al menos en España, que los expertos consideran clave para acabar con el estigma.
Algunos deportistas de élite han contado esos problemas pero yo mismo conozco a muchos chicos de este pueblo (Rhinebeck) que también han pasado por ello. El sistema es así de cruel. El suicidio es una epidemia en Estados Unidos. No son pocos los que he conocido y ya no están. Son problemas que están ahí y a la hora de dar una idea del país que acogió a Marcelo quería, sin abrumar con datos, poner al personaje joven en la realidad que vive la gente de su edad y mostrar los defectos de un sistema que se está quedando antiguo. En este país se lleva hablando desde hace bastante tiempo de suicidio y salud mental. El problema no es que no se hable de ello; el problema es que no se quiere reconocer por qué ocurre. Es así porque es muy doloroso. Hablando un poco desde el estereotipo, a la gente desde pequeñita se le cuenta que crecen en el país número uno del universo, ése al que todos quieren venir y en el que todo es estupendo. Al final, de alguna manera, te están diciendo que si algo no va bien será tu problema. Estados Unidos es un país maravilloso pero tiene también fallos terribles que no se detectan porque se prefiere mirar para otro lado. Se vive demasiado condicionado con que la imagen que se proyecte sea perfecta. A la falta de seguro médico que cubra estos problemas hay que añadir la ausencia de un entramado social y familiar que sí hay en España. No olvidemos que en muchos casos el joven universitario se marcha a tres mil millas de distancia y deja de ver a sus padres y hermanos hasta el Día de Acción de Gracias.
– En la novela paseamos Nueva York. Se evoca en algún momento la ciudad cruel y despiadada de los setenta y los ochenta. ¿Podemos decir que la actual es más segura pero también menos auténtica?
No he padecido el Nueva York horrible de los setenta. He conocido el de los ochenta que aún estaba fatal. El de los noventa es el que mejor conozco y el que prefiero: empezaba a dejar de ser peligroso y seguía la misma gente de siempre. Los mismos vecinos que habían pasado miedo salían a la calle sin ese temor. Pues esos mismos se han ido desplazando. Los de Manhattan se ha ido a Brooklyn y los Brooklyn se ha ido al norte del Estado de Nueva York. En el barrio de SoHo, por ejemplo, los apartamentos están a veintitantos millones de dólares, con lo cual está complicado tener piso si no eres oligarca ruso o tienes un caballo de carreras árabe. Y encima estos ricos vienen solo una vez al año. Así, el que vendía zapatos o tomates no tiene a quién venderlos y se cierran comercios. Desaparece la vida. Cuando había miedo, también había zapaterías y tiendas donde te vendían tomates. Todavía queda algo de eso.
Marcelo [1]
Guillermo Fesser
Editorial Contraluz
528 páginas
22,50 euros