En una mañana lluviosa y a sus casi 86 años, el artista nos abre las puertas de su estudio madrileño, una casa de un barrio residencial abarrotada de piezas grandes y pequeñas, medallas y múltiples herramientas que utiliza, aún hoy, para seguir trabajando incansablemente. Los zapatitos de su nieto en bronce presiden la subida de una escalera adornada por una Venus, hay que saltar entre manos escribiendo o rodear un bebé en posición fetal, mientras que Lorca con su alondra nos observa desde un rincón. Pero a pesar de estar rodeados, Julio López Hernández se lamenta por tener el estudio tan vacío.
Cuenta que hacía sólo unas semanas que se habían llevado sus esculturas para las dos exposiciones que tiene abiertas en Madrid: la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le dedica una retrospectiva que reúne algunas de sus esculturas más significativas, junto a los dibujos preparatorios que les dieron forma; mientras que el Museo Thyssen-Bornemisza está ultimando una gran exposición dedicada a un grupo histórico de pintores y escultores realistas que han vivido y trabajado en Madrid. Y así, emocionado por este reconocimiento, comienza a rememorar su vida, desde sus primeras tallas religiosas, el grupo de realistas madrileños, la pérdida de su compañera de viaje, hasta los proyectos que todavía tiene pendientes y los que algún día le gustaría llevar a cabo.