“Pintar, nadar, leer. Hago eso desde que tengo memoria”. También comenta que escribe, “lo menos posible, pero siempre demasiado. He escrito en trenes, en aviones, en salas de espera, en habitaciones de hotel. Lo hago en francés, que leo bien y escribo mal. Mi latín particular. Lo hago en francés porque así me blindo. Me da una impunidad absoluta. Si lo hago en castellano o en catalán enseguida me doy cuenta de he escrito una mierda. En francés me lo perdono”.
La idea de este libro, como señaló en su presentación Joan Tarrida, director de Galaxia Gutenberg, editorial en la que el artista ha publicado una decena de volúmenes, nació hace veinte años pero, como añade el artista, “ha tenido que esperar porque entonces no me apetecía nada contar mi vida. Pero en un viaje a Japón, con la perspectiva que da la distancia, comencé a ordenar fotos, consignar recuerdos, escribir en la noche”.
Fue surgiendo un libro –“que se parece a un cuadro porque hay muchas capas de vida, muchas capas de correcciones”– que también recoge conversaciones con Colette Fellous, su editora francesa, que anima al lector: “Encontrarán en él colores y tierra, caras, peces, fruta, arena, animales, cuevas, libros, objetos, un rinoceronte. También encontrarán el mar, la infancia, el Mediterráneo, un cuerpo y su memoria, un niño y su barca, un pintor en sus diferentes talleres, en Mallorca, París y Mali. Y, desde siempre en el artista, la potencia, la intensidad y la pasión por la pintura”.
Esa pintura que, cuando se le pregunta por cómo nació en él, comenta: “Está ligada a la infancia. Seguramente sea cierto que aprendemos lo importante antes de los diez años. Tengo la impresión de que, en pintura, a los diez ya había hecho casi todo lo que luego he rehecho y sigo rehaciendo… He tenido una infancia muy larga, muy rica. El olor de las pinturas al óleo a orillas del mar es una presencia persistente. Sigo sintiendo el mismo placer embadurnándome con ella, la proyecto, se me pega a los pelos de las piernas, permanece en mi piel… Me gusta la propia materia de la pintura… Me gusta rodearme de objetos que puedan servirme de modelos. Un cuchillo, una piedra, una caja de cerillas, un juguete, una monda de naranja”.
“De niño escupía en el folio. Dejaba caer una gota de tinta china y soplaba. La gota formaba una especie de pequeño cosmos. Luego la retocaba con una pluma… Aquel pequeño momento de expansión, de dilatación. Un micro Big Bang personal… Sigo haciendo lo mismo. De una manera u otra suelo reconocer lo que ya he hecho”.
“Después del taller y la lectura –tengo libros, muchos, demasiados libros–, quizá la tercera actividad a la que he dedicado más tiempo sea al buceo. Hasta los dieciséis años con arpón. A veces con botellas, pero sin arpón. Desde entonces, con gafas y aletas. Me sigue gustando mucho. Encuentro que el buceo guarda mucha relación con mi pintura”.
De la vida mía. Para dar título a esta especie de autobiografía tomó prestado un verso de Góngora, de quien se confiesa empedernido lector. Quien ha encontrado en la poesía una muleta esencial para su existencia: “Los poetas [Verlaine como un referente clave] han cambiado mi vida mucho más que el conocimiento de gente famosa”.
Y la familia como un soporte vital. “Mi madre fue artista desde siempre. Me crié en una casa grande de Felanitx que olía a pintura al óleo. Mesas, caballetes, libros de arte. No tardé en hacerme con una planta entera, destartalada, a modo de taller. Me hice con su caballete y sus tubos de pintura. Imagino que ella preferiría saber que yo estaba pintando y no corriendo de un lado para otro. Sobre los doce o trece años tuve un profesor de pintura, Jaume Rosselló, que me enseñó cosas que he conservado hasta hoy”.
Y la figura paterna: “Mi padre y yo estuvimos peleados durante largos y penosos años. No obstante, antes de eso me enseñó el nombre de los árboles, los pájaros, los peces. Más adelante, los últimos años de su vida, volvimos a estar muy unidos, organizamos un jardín, venía a mi casa a plantar árboles. Plantó árboles en todas partes. Miles. Ahora yo intento hacer lo mismo”.
Porque la naturaleza y los animales –“he tenido al menos quince perros. Vivo rodeado de vacas, burros, peces… Los animales son para mí tan importantes como las personas”– son cuestiones sobre las que se explaya quien desde los años 70 ha sido colaborador estrecho con grupos ecologistas. “El mar es mi respiración. Mi cuerpo forma parte de la naturaleza”.
Y África, en donde ha vivido durante años. “Sucedió en 1986. Sufría una presión demasiado grande por parte de aquella gente que me perseguía, me hice famoso demasiado joven, estaba harto de los marchantes, por eso quería ver el desierto, el vacío. Mis pinturas se parecían al desierto, quería conocerlo. No sabía nada de los dogones. Sólo había estado en Marruecos a los dieciséis años… Lo cierto es que tuve necesidad de marcharme, era algo casi místico, quería limpiarme de algo, no sé muy bien como explicarlo”.
“En Mali pinté sólo en las dunas del Sáhara. En una piragua entre Bamako y Gao. En la azotea de Radio Tombuctú. Al borde del acantilado de Bandiagara. En mi casa de Gogoli, sobre todo allí, y en el viejo palacio en ruinas del antiguo gobernador colonial de Segú”.
Declara Barceló pintar muy deprisa, “como en el lapso que media entre un golpe y el dolor que este causa” y no sentirse un individuo raro, “aunque algunos lo piensen”, ni un ser especialmente humilde –aunque su actitud lo demuestre en cada gesto–. “Sencillo, sí. La fama fue muy perturbadora al principio, pero me he acostumbrado. Mi interés es pintar y crear al margen de la fama. Admiro a artistas que en su vida personal fueron seres deleznables, pero creo hay que separar la obra del individuo. No he entendido nunca algunas polémicas que me han rodeado. Ya tengo suficientes problemas con mi trabajo. En cualquier caso, los pintores vivimos de la incorreción”.
“He pensado mucho en Pollock en mi vida. También en Picasso, en Toulouse-Lautrec y en el pintor de la cueva de Chauvet. En Tintoretto. Pero en Pollock mucho. Tenemos gestos en común como pintar en el suelo con todo el cuerpo, arrojar la pintura, escupirla. Pintar como mear, inventar improbables máquinas para pintar… En las telas de Pollock hay colillas, palillos de dientes y billetes de autobús. Reconozco esos gestos”.
Una historia del arte
“Me gusta decir que nací el mismo año que murió Jackson Pollock. Queda bien, pero Pollock murió en 1956 y yo nací en 1957. En cualquier caso, me sirve para urdir una historia del arte. Pollock nació el año de la muerte de Monet. Monet nació el año de la muerte de Rembrandt, que nació el año de la muerte de Caravaggio, de Giorgione, quizás de Masaccio, Giotto, Duccio… Tales imposturas o inexactitudes, más o menos deliberadas, me sirven para hacerme un lugar en la historia del arte. De manera quizás incorrecta, pero un lugar”.
“El progreso de la técnica es a veces discutible; según los libros, la historia del arte progresa, pero las obras de arte son ajenas a cualquier idea de progreso. Frutos del espíritu. A lo largo de los siglos y pese a los conflictos más sangrientos, muestran un anhelo de trascendencia, se imponen a la miseria de los artistas y nos interpelan. Aún y siempre”.
“A principio de los años 80 hice una serie sobre el tema del pintor con su caballete. Ahora me doy cuenta de que todo vuelve, la barca, la tormenta, el hombre que pinta. Lo que pinté en París el verano de 1983 no es muy distinto de lo que pinté el verano pasado. Los colores han cambiado un poco, ahora utilizo sobre todo azul y rojo. Pero cambiar de colores es como cambiar de camisa. No es mística, aparecen cuando hay deseo de que aparezcan”.
En la actualidad, Barceló está trabajando en tres grandes tapices para la catedral de Notre Dame, en París, sobre temas del Antiguo Testamento. El primero de ellos ya está finalizado y los otros dos bastante avanzados. “En París vivo muy cerca de la catedral y estaba allí cuando se produjo el incendio, que fue una devastadora tragedia a la que asistimos impotentes. Por eso me ilusiona participar, a través de los tapices, en su reconstrucción”.
En la parte final de la conversación vuelve sobre la idea del error como elemento creativo, “porque pintar es un proceso de aceptación. Nadie nunca pinta lo que quiere, sino lo que puede. Me he pintado a mí mismo, sobre todo al principio, no por narcisismo, sino porque no tenía otra cosa a mano. Pintarme sucio, manchado de pintura con un pincel en la mano me parecía menos artificial que pintar a una señora desnuda sobre un sofá”.
“Pintar es equivocarse”, concluye con una sonrisa la persona que después de confesar que está mucho más tiempo en su taller que en cualquier otro sitio apostilla: “No he trabajado nunca, me he equivocado cada día de mi vida con mi pintura”. ¡Bendita equivocación!