“A lo largo de toda mi cinematografía insisto en la dificultad que tenemos para admitir lo real. Como ese negacionismo que todavía existe en Serbia con respecto a los crímenes de guerra o, más ampliamente, porque no podemos admitir, tomar plena conciencia de lo que ha pasado. En los Balcanes, pensar de otra manera que a través del prisma de la familia se considera una traición. El hecho de que estuviera en desacuerdo con las posturas de mi familia era inconcebible para la mayoría de la gente. Si no hubiera tenido el cine como camino, me habría visto más atrapado en esa culpabilidad y habría sido aún más violento para mí”, confiesa el realizador.

Tras estudiar cinematografía en la Facultad de Arte Dramático de su ciudad natal, Perišić se trasladó a París donde se graduó en Literatura Moderna. Posteriormente, entre 1999 y 2003, completó estudios de dirección de cine en La Fémis, la Escuela Nacional Superior de Imagen y Sonido de Francia. Desde 2011 es codirector del Festival de Cine de Autor de Belgrado.

Su primer largometraje, Ordinary People (2009), fue muy bien acogido en su estreno en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y ganó en el de Sarajevo. Our Shadow Will fue su contribución a la película colectiva Los puentes de Sarajevo, proyectada en la selección oficial de Cannes en 2014, una cita en la que Perišić ha sido cineasta-programador en 2018 y 2019 en la sección ACID (Asociación para la Distribución de Cine Independiente), en la que, exclusivamente elegidas por los cineastas, se dan a conocer las propuestas más retadoras y sorprendentes.

– Han pasado 15 años desde Ordinary People, su anterior largometraje. ¿Por qué tanto tiempo?

Entre tanto, abrí una editorial, porque la literatura es mi primer amor. También organicé un festival de cine de autor en Belgrado. Pero sentía la necesidad de hacer otra película. Ordinary People surgió impulsada por una urgencia, por un gesto político. Era muy importante hacerla antes de que Radovan Karadžić (expresidente de la República Serbia de Bosnia) y Ratko Mladić (jefe del ejército de la República Serbia de Bosnia), ambos condenados por crímenes contra la humanidad, fueran arrestados. En cierto modo, algo parecido a cuando Roberto Rossellini hizo Roma, ciudad abierta después de la caída del fascismo italiano. También necesitaba tiempo para abordar este tema, esta relación con mi madre que participó en la política del régimen de Slobodan Milošević. No era una portavoz como la madre de La patria perdida, pero trabajaba en cultura. Tratar directamente con el origen de esta herida requería madurez para poder contarla. Cuando llegué a Francia para estudiar en La Fémis, leí una nota en Libération sobre el suicidio de la hija de Mladić. En Serbia, se mantenía en secreto. Fue en 1994, un año antes de Srebrenica. Ella debió haber sospechado, presentido lo que iba a pasar… Me impactó porque me reconocía en su destino. La idea de mi cortometraje Dremano oko vino de ahí, pero era más fácil tratarla en relación padre-hijo porque la rebelión contra el padre es un paso obligado. Cuando terminé ese cortometraje, supe que no había ido lo suficientemente lejos. Pensé que tenía que hacer Ordinary People para, a mi modo, enfrentarme a los crímenes de guerra y luego llegaría el momento de contar más personalmente mi historia.

– Es decir, ¿desde una historia autobiográfica construyó una película de ficción?

Hay una parte personal, y mi coguionista Alice Winocour me ayudó enormemente a salir del trauma que impide la construcción del sentido real. Ella me ayudó a construir una historia que me aleja de mi historia personal, similar a lo que hizo con su película Revoir Paris. No sé si solo hubiera podido lograrlo. Es extraño: terminamos amando nuestras heridas y cultivando el trauma. También me interesaba tratar el hecho de que hay muy pocos personajes femeninos en la política abordados en el cine europeo, con la excepción de Claude Chabrol. Y me interesaba, en una Serbia que es una sociedad muy patriarcal, retratar a una mujer en la política. Además, lo complicado para mí a la hora de crecer con una madre que está en la política era que los ataques contra ella venían de una lógica muy machista y patriarcal. Quería retratar a una mujer alienada, porque, en cierto sentido, es independiente, pero no es libre. Es la voz del partido, pero no tiene su propia voz.

– La película se desarrolla en los años 90, pero aborda temas muy actuales. ¿Es algo premeditado?

Quería reflejar actualidad porque los jóvenes en el mundo continúan rebelándose. También quería filmar la política como un trabajo. Hay una especie de sacralización del poder al no considerar la política como una profesión. Y los instrumentos son los mismos que en la oficina: el teléfono, la velocidad de la información, las reuniones, también las manipulaciones. Hay una expresión serbia que podría traducirse como “hacer girar la sopa” para desviar la atención, y eso es exactamente lo que hace el marketing en política. Estas son cosas que hacen que la película sea actual, incluso si transcurre en los años 90.

– Al tiempo, lo que vemos en pantalla deja rastros de tragedia griega…

En 1996-1997, Serbia estaba al borde de la guerra civil. Me interesaba tratar la guerra civil como una guerra dentro de la familia. En las tragedias antiguas, a menudo hay esta cuestión de las guerras civiles y los conflictos dentro de la familia. El sentimiento de violencia que Stefan llega a sentir hacia su madre fue el mismo que yo experimenté cuando mi madre me explicaba que ella y el partido de Milošević tenían “políticamente razón”. Como la madre de la película, creo que la mía estaba confundida. Me transmitió esa culpa que había reprimido. Como Stefan, yo fundamentalmente quería salvarla, sacarla de la política y defenderla de todos los ataques machistas que sufrió.

– ¿Busca en la puesta en escena que el espectador tenga sensación de claustrofobia?

Sí. La película es claustrofóbica porque Stefan, a menudo en los encuadres, está aislado. Tiene poco conocimiento de la historia en marcha, distribuye panfletos mecánicamente para las manifestaciones… En estas, observa a los manifestantes a distancia, como si no fuera parte de ellos, como si fuera una escena teatral. Tomé la decisión de contar la gran historia a través de pequeñas pistas que entran en la percepción del protagonista. La conciencia de Stefan es el encuadre de la película. Dudé entre filmar en varios formatos y finalmente elegí el 1:88 porque deja espacio para que se integre lo real en el cuadro, para que entren todas esas pequeñas pistas, para que Stefan llegue a darse cuenta de que algo más grande está sucediendo a su alrededor. Me gusta el plano fijo, el plano secuencia. Creo que necesito un ritmo sereno para dar tiempo a mirar. También quería jugar con la ambigüedad de estas pequeñas pistas que pueden referirse a situaciones muy diferentes. ¿Tiene razón la madre? ¿Está mintiendo? También seguí este principio en las manifestaciones. No me gusta nada la reconstrucción arqueológica en las películas históricas. Quería una película que no estuviera en el pasado, sino que ocurriera aquí y ahora, como en las películas de la Nouvelle Vague. Cambiamos muy poco los lugares en los que se rodó. Los apartamentos, las calles y la escuela se mantuvieron iguales a como eran en los años 80-90, lo que permitía hacer una especie de documental. Para las manifestaciones, realmente creo que logramos un ambiente de rebelión con centenares de personas, pero manteniéndonos en la intimidad de un drama. La patria perdida está filmada a partir de mis recuerdos pero teniendo muy presente a la juventud de hoy en día.

– ¿Recuerda lo que hacía en aquel tiempo, cuando, con veinte años, el joven era usted?  

Las manifestaciones estudiantiles de 1996-1997 fueron probablemente las más largas en la historia europea: tres meses y medio durante el invierno. Yo acudía todos los días porque sentía que era mi deber. Tengo el recuerdo de una inmensa soledad porque mi madre estaba del otro lado. Por lo tanto, lo vivía como mi deber moral y ético estar allí. Casi sentía culpa por no estar todo el tiempo con ellos. Y la situación de mi madre me separó de la experiencia colectiva de mi generación, para quienes aquello fue una fiesta maravillosa, en la que también se percibía mucho humor. La idea era retomar un espíritu carnavalesco, como cuando Guy Debord dijo que la Comuna de París y Mayo del 68 fueron, respectivamente, las mayores fiestas del siglo XIX y XX.

– A la hora de hacer cine, ¿cuáles son sus influencias?

¡Uf! Son muchas. Por ejemplo, adoro esos pasajes de L’Image-Mouvement y L’Image-Temps en los que Gilles Deleuze habla del cine de Rossellini y de sus personajes videntes. En Alemania, año cero, que sigue siendo la película que más he visto, escribe algo que me conmovió: “Es un niño que deambula por las ruinas de Berlín y muere por lo que ve”. Siempre tuve una relación con esos escritos de Deleuze y la película de Rossellini. Aquello era muy contemporáneo porque en los años 90, en la ex Yugoslavia, estábamos viviendo el retorno del fascismo. Y esta idea de «vidente» proviene del romanticismo inglés de William Blake que Stefan estudia en clase. Era muy diferente del romanticismo alemán, que insistía en el nacionalismo y que tendrá una gran influencia en los escritores nacionalistas serbios. A lo largo de toda mi cinematografía insisto en la dificultad que tenemos para admitir lo real. Como ese negacionismo que todavía existe en Serbia con respecto a los crímenes de guerra, porque no podemos admitir, tomar plena conciencia de lo que ha pasado. Y para el personaje de Stefan, eso es terrible, insoportable, demasiado grande para que él pueda admitirlo. Hay una frase hermosa de Clément Rosset en El Real y su Doble, cuando escribe que “no es un derecho inalienable de lo real hacerse reconocer” y cuando eso es demasiado desagradable o escandaloso, “puede irse a hacer puñetas”.

– La película comienza con la plácida estancia de Stefan en el campo con su abuelo, ¿es esa la patria perdida a la que alude el título?

Quería que la película comenzara con la imagen del abuelo comunista porque los años 90 son tanto la traición como la metástasis del socialismo en Yugoslavia. Metástasis porque trata de continuar después de la caída del Muro de Berlín, y también traición porque, para mantener el poder, Milošević adoptó un discurso de derecha, reaccionario y nacionalista, que fue el de los anticomunistas. Quería comenzar con esta figura de resistencia para que la herida de Stefan fuera aún más grande cuando lo tratan de fascista. El título La patria perdida en efecto es ese Edén de la infancia, el de Stefan y el mío, porque filmé las escenas del principio de la película en la casa de campo de mi abuelo, donde pasaba mis veranos. Y también es la Yugoslavia de Tito, de mi abuelo que era un resistente antifascista y que tenía muchos problemas con el clima político en Serbia en los años 90. También quería retratar a los jóvenes personajes, todos víctimas indirectas de la guerra y de padres fallidos y ausentes.

– ¿Cuál es tu opinión sobre la responsabilidad de los hijos en relación con los crímenes cometidos por sus padres?

Somos responsables de nuestras propias decisiones, no de las de nuestros padres. Sin embargo, siempre existe un conflicto de lealtad doble, una lucha entre el amor filial y nuestro propio imperativo ético. El cine me permitió articular mis elecciones y asumir mis responsabilidades respecto a la política de mi madre. En los Balcanes, pensar de otra manera que a través del prisma de la familia se considera una traición. El hecho de que estuviera en desacuerdo con las posturas de mi familia era inconcebible para la mayoría de la gente. Si no hubiera tenido el cine como camino, me habría visto más atrapado en esa culpabilidad y habría sido aún más violento para mí.


Finalmente, cuando se le pregunta qué ha cambiado entre la Serbia de entonces y la de hoy, directo y sincero, “si falta la sinceridad nos traicionamos a nosotros mismos”, Vladimir Perišić cita una frase de El Gatopardo: “Todo debe cambiar para que nada cambie”.