Granés sostiene a lo largo de esta conversación que en los últimos años la cultura ha trabado una relación asfixiante con el capitalismo y con la política. Y afirma, contundente, que los artistas son siempre el síntoma de lo que ocurre en un período histórico por lo que para entender el presente es necesario ver en qué andan el arte y los creadores.
«La gracia del arte radica en que es la actividad libre por excelencia. Pero esta actividad libérrima y creativa ha sido rondada permanentemente por dos amantes peligrosas. La política y el capitalismo han tratado de multiplicar sus fuerzas fundiéndose con ella… Mientras el arte contemporáneo se vuelve políticamente correcto y renuncia a las estrategias de vanguardia, la política opta por tácticas transgresoras y escandalosas para captar la atención del otro», lamenta el entrevistado.
¿Cómo se define?
Tuve formación en antropología, más específicamente en antropología del arte, pero en realidad me considero ensayista. Lo que hago está muy alejado de la Academia y de los campos disciplinares concretos, y aspira más bien a ser literatura. Una literatura de ideas, de vivencias y de hechos reales. Me interesan los cruces entre la política y la cultura. Investigo y escribo sobre eso, aunque no solamente… El ensayista se da el lujo de escribir de todo aquello que le llama la atención.
¿Cuándo y cómo nace su vocación por el estudio y el ensayo que aúna divulgación y cultura (con esa mirada tan especial sobre el mundo del arte)?
Quizás cuando la universidad y sus sistemas de acreditación determinaron que cuanto hacía no era académico. Supongo que tenían razón y hoy agradezco el sistemático y vehemente rechazo. Fuera de la institución académica me he sentido con mucha más libertad para escribir como he querido y sobre lo que he querido, arriesgando ideas que, precisamente por venir de afuera, de un tipo que escribe en su casa y va a las bibliotecas a responder sus propias preguntas, sin compromisos con ninguna institución, con ningún artista, con absolutamente nadie, no suelen coincidir con las que produce el sistema del arte y el establishment académico del arte.
Estar por fuera de todos los circuitos me ha permitido liberarme de la jerga académica, de las citas y del name dropping, del inverosímil estilo curatorial y de cualquier tema o línea de investigación universitaria. A lo que aspiro es a escribir libros que sean literatura; es decir, libros bien escritos, que además resulten sugerentes para entender ciertos aspectos del mundo que en suerte o en desgracia nos ha tocado, y que por encima de todo me produzcan un enorme placer al escribirlos.
¿Qué es Salvajes de una nueva época?
Es un intento por comprender el presente inmediato. Más concretamente, lo que ha venido ocurriendo en los últimos años en la cultura y en la política. Por eso el libro está lleno de ejemplos y de imágenes que le resultarán familiares a cualquiera. Desde la actriz porno Amarna Miller hasta las cadenas humanas que organizan los independentistas catalanes. Intento hacer un análisis de todos estos fenómenos que atraen la atención de los medios y que tienden a la viralización.
¿Podría acotar los mensajes esenciales que le gustaría quedasen en el lector?
La política hoy en día se ha estetizado a tal punto que cualquier crítico cultural, analista o curioso de estos temas debería analizar lo que hacen los políticos en términos performáticos y artísticos. El arte político, el de verdad, hoy no está en los museos. Está en las plazas, playas y descampados de Cataluña; ocurrió el 1 de octubre con el referéndum-performance pro independentista; emerge con la fuerza disruptiva de la vanguardia revolucionaria o de los punks cuando la ultraderecha europea y la latinoamericana hacen declaraciones disonantes, escandalosas y virulentas que agreden la moral y la estética mayoritaria.
El arte de museo, de bienal o de feria, por el contrario, se ha domesticado. Se ha dejado arrastrar por las dinámicas biempensantes del capitalismo contemporáneo, que camufla y ennoblece sus intereses pecuniarios detrás de causas como el feminismo, el ecologismo o el antirracismo. El arte ha empezado a seguir la misma de estela de las grandes marcas. Dior, por ejemplo, se vincula a la causa feminista para prestigiarse, y lo mismo están haciendo muchos artistas. Banksy dijo que las ganancias de la tienda que abrió hace poco en Londres para vender sus obras irían destinadas a rescatar migrantes en el Mediterráneo. Es el postureo del buenismo tanto de las marcas comerciales como de las marcas artísticas. En Estados Unidos llaman a este fenómeno virtue signalling, que no es otra cosa que llamar la atención del otro mostrando lo bueno que se es y lo consciente que se está de las calamidades humanas. El sentimentalismo y el moralismo rampantes en la sociedad contemporánea, sobre todo en las redes sociales, fuerza a cualquiera que intente vender algo, desde obras de arte a camisetas, a demostrar lo bueno que es.
Afirma usted que el arte es la actividad libre por excelencia, ¿por qué lo es?
Porque es un espacio que, al menos desde el siglo XVIII y en especial a lo largo del XX, ha sido inventado y redefinido por los mismos artistas. Es decir, ellos mismos han impuesto las reglas de su oficio para experimentar, jugar, criticar, reírse, burlarse, pelear, buscar utopías y mil cosas más. Esta expresión libre y sin reglas le da al arte una ventaja enorme sobre otros campos disciplinares, y en buena medida esa es la razón por la cual los artistas son siempre el síntoma de lo que ocurre en un período histórico. Para entender el presente siempre es útil ver en qué andan el arte y los artistas.
Pero también es cierto que esa libertad siempre está amenazada. Hoy en día es la corrección política la que está imponiendo censuras a películas, a actores, a obras de arte (Balthus) y a libros (Mark Twain). Los clásicos del siglo XIX en los que aparecen palabras como nigger resultan demasiado ofensivos para los descontextualizados y susceptibles lectores contemporáneos. Los productos culturales deben ser la expresión de almas angelicales. Las obras no pueden arrastrar ni un tris de lodo humano porque agreden. Este buenismo está teniendo un efecto perverso en la cultura. La exigencia de virtud en el otro termina escondiendo un intento de control, un intento por mermar su libertad. Lo peor de todo es que detrás de todo ni siquiera está la moral sino el capital. Lo que no es moralmente virtuoso no vende, y por eso la cultura, especialmente el cine, siente esa enorme presión para satanizar y censurar a cualquiera sobre quien recaigan sospechas de conductas inapropiadas o de impureza moral.
Esto no es del todo nuevo. Una pelea similar ya se había dado antes en América Latina entre, por un lado, muralistas e indigenistas, y, por el otro, surrealistas, pintores abstractos e informalistas. Los primeros demandaban que el arte fuera políticamente correcto, es decir, que le diera prioridad a las víctimas y a los oprimidos; los segundos trataban de desmoralizar el campo artístico y de devolverle potestad al creador para que hiciera y deshiciera a su antojo, sin ninguna obligación moral para con nadie. Hoy el arte contemporáneo vuelve a replicar las demandas del indigenismo, pero ya no en Latinoamérica sino en todo Occidente.
¿Creatividad, capitalismo y política están abocados a entenderse?
La creatividad y el capitalismo, sin lugar a dudas. El capitalismo hoy en día es una fuerza creativa tremenda, innovadora, estética y estetizante. Desde 1969, además, los empresarios se creen artistas, y buscan innovar y dar nuevas soluciones imitando a los artistas. Ya no hay peleas entre capitalismo y arte. Si el empresario se cree artista, el artista cada vez tiene que obrar más como empresario. Tiene que liderar equipos enormes, enfrentarse al papeleo, reunirse con gente poderosa que comisiona sus obras. En fin, arte y empresa empiezan a ser sinónimos, al menos para los artistas globales que triunfan tanto en el mercado como en los museos.
La política, por su parte, cada vez se estetiza más. Lo que vemos hoy es la política del gesto, política de la performance. Los candidatos se desnudan, hacen declaraciones detrás de enchufes gigantes que denuncian el enchufismo, alumbran el macizo de Monserrat al estilo de Christo y Jeanne-Claude, llegan al parlamento como una troupe de mimos, alguno con una impresora para hacer una performance, otros hasta con sus hijos como símbolo de alguna causa, todos, siempre, con cartelitos, banderitas, simbolitos. La política se ha teatralizado de forma dramática. Por eso insisto. Hoy la crítica de arte debería hacerse en los parlamentos, no en las galerías.