¿Cómo se siente Laura Restrepo a estas alturas de su ya larga andadura como escritora?
Ahí vamos. Hay que construir todos los días. Continuamente procuro renovar mi forma de escribir. Afronto temas lo más distantes posibles entre sí. No quiero andar repitiendo una misma fórmula. Cada libro es una aventura nueva. Una apuesta que uno no sabe cómo va a resultar. Eso me mantiene viva; mantiene vivo mi interés. Si el escritor se aburre con lo que está haciendo ¿qué será del pobre lector? Cada libro es empezar de nuevo, así lo siento.
¿Qué le ha guiado a la hora de afrontar Los Divinos?
Para empezar, hay un suceso de la vida real que me estremeció. Me partió el corazón y la cabeza, a mí como a todo un país. Un crimen de unas características tales que aún en un país que por tantas décadas de guerra tiene familiaridad con lo criminal causó pavor. De pronto hay un crimen que rompe los parámetros y estremece la conciencia nacional. Este libro es como una reacción inmediata al impacto que causa este crimen. Suelo ser una escritora lenta que me demoro como mínimo tres años en cada novela pero en este caso todo fue mucho más rápido. Parecía que se escribía sólo, como presa de una urgencia de entender. Y en la discretísima medida en que puede hacerlo la literatura, impedir que esta cosas terribles pasen. Al escribirlo sentía la necesidad de crear una especie de burbuja de palabras que protegiera a esa criatura a la que habían torturado y asesinado de esa manera.
¿Por qué este crimen se instaló en el sufrimiento colectivo y por qué se convirtió en carne de literatura?
La razón por la que este crimen estremece de tal manera tiene que ver con la desproporción entre un muchacho de la alta sociedad, guapo y rico, un seductor y próspero profesional, alguien que lo tiene todo en la vida, que lo ha heredado todo por su posición familiar y social, con la víctima absoluta, que es una chiquita de siete años, indígena paupérrima perteneciente a una familia desplazada por la violencia y habitante de un mísero arrabal de la ciudad de Bogotá. La desproporción era tal y la inocencia e indefensión de la víctima era tan absoluta… De alguna manera el país sabe que el asesino pertenece a la casta de los intocables, por eso titulé el libro Los Divinos, así con mayúscula, pues están por encima de la humana contingencia. Es gente a la que la justicia no la toca; no llega. La conmoción pública que se generó tiene que ver con la urgencia de que lo capturaran y lo juzgaran. Con la incredulidad de que eso sucediera. La gente se echó a la calle para garantizar que eso se cumpliera.
En este caso, ¿ha novelado mucho sobre la historia real?
La novela es ficción. Tiene como detonante el crimen sucedido pero yo novelé, aunque hay muchas cosas textuales del caso real, como el dictamen de la fiscalía. O una carta que el asesino mandó desde la cárcel a los medios de comunicación. Recurrí a la ficción porque mi objetivo no era el relato de los hechos mismos, sino lo que subyacía. Me interesaba lo que estaba por debajo. Qué tipo de sociedad, qué tipo de noción del ser humano lleva a que suceda una cosa así. Tomé como epígrafe una frase de Michel Tournier sobre la palabra monstruo porque la prensa repetía que el asesino era un monstruo, utilizaba esa palabra para definirlo y Tournier dice: «Para empezar, ¿qué es un monstruo? Ya la etimología nos reserva una sorpresa un tanto pavorosa: monstruo viene de mostrar». Pensé que si el asesino es el monstruo, lo que se muestra, yo quería hacer una novela sobre lo que no se muestra, lo que subyace, y para eso la ficción era la herramienta que necesitaba. No investigué sobre aquel crimen e incluso la escribí en mi casa de la montaña catalana, lejos del lugar en el que se produjeron los hechos. Lejos de mi país.
[Producto de la ficción, remarca la autora, «creé un grupo de muchachos de la alta sociedad que se conocen en la escuela, que se llaman a sí mismos los Tutti Frutti, con ese sentido del sarcasmo muy propio de Bogotá. Era importante que la novela estuviera escrita en bogotano, porque yo sentía que esa manera de hablar de alguna manera encerraba el ADN de lo que ellos son en relación con el desprecio profundo de la mujer. Algo que está arraigado en el lenguaje de los cinco jóvenes que desde pequeños establecen un pacto de solidaridad que en realidad es un pacto de clase: Hagas lo que hagas yo te cubro la espalda para apoyarte. Aunque todos se mueven en el borde de la ilegalidad, como una especie de juego en el que suelen moverse los que se sienten por encima de cualquier juicio social, uno de ellos comete un crimen atroz que rompe todos los esquemas. La novela tiene un hilo conductor en el dilema que se les presenta: ser fieles a su pacto o traicionar y delatar al criminal. Cada uno de ellos tiene un particular sentido de la culpa o incluso ningún sentido de culpa y desde ahí planteo el dilema moral de cada uno de ellos. O ser fieles a sí mismos o ser fieles a la justicia».]
[1]¿Estamos ante un libro denuncia?
Mi idea era crear el perfil de algo tan universal como es esa cultura profundamente narcisista, de un hedonismo reconcentrado, donde el ego se inflama hasta el punto de que los demás seres humanos desparecen. Cada una de esas personas ha construido un altar a sí mismo, la egolatría se convierte en una religión. Eso es universal y a mí me interesaba no solamente el caso colombiano. Me interesa una forma de cultura que en los hombres, más que en las mujeres, tiene una expresión muy particular. Esa forma en la que los demás no valen, se hacen invisibles, es la que he tratado de poner en los zapatos del asesino. Un ejercicio duro pues es ponerse en la piel de hombres y de hombres de otra generación que no es la mía, pero he intentado ponerme en la cabeza de este joven que rapta, viola, tortura y mata a una chiquita…
A sus ojos él piensa que no mató a nadie, porque esa niña no es nadie. No tiene identidad, porque una niña de un barrio pobre, muy pobre, no es nadie. Por eso se mueve con total impunidad, no se esconde, no le importa que las cámaras de seguridad lo graben pues piensa que a él no le va a pasar nada, a él no lo tocan. Pues cuántas niñas como esa violan cada día en ese tipo de barrios. A esa cultura quería apuntar. Hombres ya no tan jóvenes, pues se acercan a los 40, pero profundamente infantiles pues su ideario se basa en la satisfacción inmediata de todo deseo: yo lo quiero y ya está. Algo parecido a lo que parece haber pasado en España con el grupo de La Manada. El mismo impulso que genera el consumo, es decir, yo tengo dinero, yo compro lo que quiera, ya sea un coche, un viaje o esas mujeres y si no las puedo comprar las violento o las humillo.
Pero también deja usted claro que aunque no siempre, la justicia también funciona…
En buena medida depende de la presión popular. La opinión pública puede ser fuerte a la hora de que la justicia se cumpla. En el caso colombiano fue uno de los juicios que más rápidamente tuvo un veredicto y una condena. Casi inmediatamente detuvieron al asesino y lo condenaron a sesenta años de prisión, que es la pena máxima que considera el código penal colombiano. Copié el dictamen de la fiscalía porque es brutal. No escatima nada y hace una descripción crudísima de los hechos. La sensación que uno tenía en esos días, cuando el país estaba en la calle tras el crimen, era que si no se condenaba a aquel tipo iba a caer hasta el presidente de la República. Porque se estaba cuestionando todo el aparato del poder. Parecía un pulso de la opinión pública con el poder.
Pero, a fin de cuentas, ¿cree usted en la justicia?
Difícil cuestión. Creo en la presión de la gente para que la justicia se cumpla. Creo en la vigilancia de la justicia ejercida por la opinión pública. Creo que la exigencia de la gente es la base para que la justicia se cumpla. Por supuesto, también creo en la decencia de muchos jueces y como colombiana tengo que reconocerlo porque si algo ha permitido que pese a la guerra haya un asentamiento democrático en mi país tiene que ver con la lucha de muchos jueces, muchos de ellos asesinados por defender la justicia. Es un reconocimiento que sería tremendamente injusto no hacer.
Ha citado usted, por cierta similitud con su novela, el tema de La Manada. ¿Qué opinión le merece?
Es curiosa la similitud, porque cuando escribí Los Divinos aquí no sabía nada de lo de La Manada ni, por supuesto, conocía nada del tema. Esa coincidencia se debe al estrato de los que se colocan o se sienten fuera de la ley. Gente que hace lo que quiere, también con las mujeres. Hay que considerar que ese tipo de casos se ventilan ahora, antes no. Hay un clima generalizado en el planeta que propicia que las mujeres salgan a denunciar. Durante mucho tiempo hubo un pudor, una sensación de vergüenza… Las víctimas ocultaban las agresiones incluso en su propia familia porque, en primer término, chocaban con la incredulidad. La propia denuncia implicaba el alargamiento del sufrimiento.
¿Se siente usted feminista?
Desde muy joven he sido activa en la lucha por la defensa de los derechos de la mujer. En ese sentido soy feminista. Estoy convencida de que la única revolución triunfante durante el siglo XX fue la de las mujeres. Siempre he creído que triunfar en una causa como la de las mujeres no sólo implica denunciar los atropellos, sino asumir el papel de dirección de la sociedad. Por eso no me lavo las manos ante la responsabilidad de las mujeres. Esa división de mujeres buenas, hombres malos me parece maniquea. Es algo que no lleva a ninguna parte. Un crimen como el que cuento le repugna igual a hombres que a mujeres si son personas buenas y decentes. En ese sentido el sectarismo frente a los hombres no conduce a nada. Estamos ante una batalla que hay que dar conjuntamente.
Como profesora en Estados Unidos y conocedora de la realidad de aquel país. ¿Como ve la llegada a la presidencia de Trump?
Hay una regresión a lo tribal. Independiente de que el presidente de Estados Unidos haya perdido cada vez más poder y sea una figura casi simbólica, sigue teniendo un gran poder. Este señor Trump es el gran macho. Encarna de forma caricaturesca los rasgos del desprecio a la mujer. Es tan inverosímil que un hombre así esté a la cabeza de la nación mas poderosa de la Tierra que le hace a una pensar que urge una oposición radical a lo que está pasando. Representa la cultura del narcisismo, del consumo como rey, del dinero como dios. Una sociedad indeseable que hemos ido generando.
¿Qué opinión le merece la literatura española?
Tengo tradición y formación en la lectura de los autores en lengua española. Una lengua que siento muy mía. Ahora que vivo en el campo, Miguel Hernández ha vuelto a tener para mí un sentido muy profundo que me conecta con las venas más hondas de la literatura. Algo que sale de las entrañas y transmite noción de dignidad, de alegría, del dolor… Cuestiones que tienen que estar en la base de la literatura. De los actuales admiro mucho a Vila-Matas, a Eduardo Mendoza, a Javier Marías, por citar solo a tres, gente que va con carga de profundidad. Detesto la literatura superficial que parece encaminada, únicamente, a vender. Cuando vas a una librería ves que en nombre de la literatura se publica mucha basura. La literatura tiene que ser un oficio con dientes, con garras, con capacidad de introspección y de cuestionamiento profundo. Esa es la que me llena y de la que quiero formar parte.