Hijo de padre chileno y madre venezolana, Bonnefoy creció entre Caracas, Portugal y París, ciudad en la que reside en la actualidad y en la que estudió Literatura, licenciándose con un trabajo sobre el heroísmo en la literatura a través de las figuras de Louis Aragon y Romain Gary. Absolutamente bilingüe, decidió escribir en francés, lengua en la que también ha publicado los volúmenes de relatos Quand on enferma le labyrinthe dans le Minotaure y Naufrages
(El viaje de Octavio rescata el encuentro decisivo entre un hombre y una tierra, la caribeña, narrado con la lengua sencilla de los relatos primigenios. Como el propio autor comenta, ante todo es un relato de iniciación alegórica y amorosa en un entorno exuberante. Seleccionada para el premio Goncourt a la mejor ópera prima, esta breve pero épica fábula es a la vez un himno a un país y la mágica historia de un héroe extraordinario).
Comenta usted que tenía la necesidad de escribir El viaje de Octavio, ¿por qué?
Cuando terminé mis estudios en La Sorbona me fui con unos amigos a tomar un trago para celebrar que ya éramos maestros en Letras y, de pronto, me di cuenta de que llevábamos dos horas hablando de la posición de la coma en la obra de Proust. Comprendí de golpe hasta qué punto estábamos alejados de la realidad y hasta qué punto yo, siendo venezolano instalado en la comodidad de París, no sabía absolutamente nada de mi país, aunque hacía tiempo sentía la necesidad de escribir sobre mi tierra de origen.
Decidí viajar a Venezuela y allí estuve durante cuatro años trabajando para Fundarte, que era el brazo cultural de la Alcaldía de Caracas durante la Revolución. Estaba instalado en un centro cultural del Gobierno con el objetivo de crear una especie de horizontalidad de la cultura venezolana. Mi misión era buscar distintas actividades relacionadas con la cultura popular y llevarlas al centro de Caracas para demostrar que todo era cultura y que no había una cultura noble y otra bastarda. En esos años conocí a gente extraordinaria. En 2013 murió Chaves y en ese momento gané un premio de relatos en Francia, al ir a recogerlo a París se me acercó una señora, una editora, que me dijo que le había gustado el cuento pero que en esa trama había una novela. Le mentí porque le dije que ya estaba en ello, pero en realidad lo que hice fue quedarme en Francia y ponerme a escribir El viaje de Octavio. A través de ese viaje recopilé todo lo que había vivido en esos cuatro años de Venezuela e intenté rescatar el inconsciente, el imaginario colectivo caribeño. Me marqué como objetivo hacer un cruce, unir en una especie de mestizaje la arquitectura de la escritura que había estudiado en Francia con el sabor tropical que tiene Venezuela. Intenté a mi modo trazar un puente entre esas dos culturas, algo que está ahí desde hace muchos, muchos años.
¿Por qué escribe en francés?
Siempre escribo en ese idioma por dos razones: siempre me eduqué en colegios en los que se hablaba en esa lengua. Soy hijo de diplomático y allí donde íbamos, en esa vida viajera y desordenada que marcaba la profesión paterna, me inscribían en ese tipo de centros educativos. Por otra parte, me di cuenta de que si escribía mis libros en español y los publicaba en Venezuela el impacto mediático sería sensiblemente menor. No tienen la misma fuerza las editoriales de mi país que las de Francia. Dicho esto, escribir en francés es al tiempo una ventaja y un inconveniente pues fonéticamente hay palabras e ideas muy difíciles de traducir. Por ejemplo, si hablamos de una guacamaya lo hacemos de una magnífica criatura tropical cuyo corazón puede latir durante casi cien años, que elige su pareja muy pronto y cuando uno muere el otro también lo hace a los pocos días de amor. Cuando se pone sobre una rama de un árbol parece que es todo el bosque el que está allí posado. Todo eso está dentro de la palabra guacamaya, que traducida al francés es mucho más pobre. La palabra no tiene el mismo relieve, la misma fuerza; no tiene el mismo perfume. O si decimos cañaveral, tan clara en español, precisa de cuatro palabras para decir lo mismo en francés. Escribir en francés sobre el Caribe te obliga, como decía Neruda, a hundirte en el vientre de la lengua para poder tratar de equilibrar lo que estás contando y describiendo. Escribo en francés, pero me siento profundamente venezolano. Creo que el mundo está dividido en dos categorías: una domina y la otra sufre. El francés me permitía tener una fuerza editorial, un impacto mediático que hace posible, al hablar de Venezuela, tender la mirada y establecer conexión entre los que dominan y los que sufren. Creo en el mestizaje y en realidad me siento tan francés como venezolano también al utilizar ambas lenguas. Acaso en el futuro pueda escribir sobre Francia en español.
¿Ha sido acogida su literatura en América como esperaba?
He captado mucho cariño. Me atrevo a decir que noté en el público un cierto orgullo al saber que había alguien que a través de sus libros trata de dar una prueba esperanzadora de la vitalidad y el talento venezolano. Alguien que no va por el mundo diciendo que Venezuela es horrible, aunque la situación sea lo difícil que sabemos. Además de playas y mujeres hermosas, además de pobreza y enormes dificultades, hay una literatura, hay un pueblo digno que, como puede, está tratando de levantarse. Hay un imaginario colectivo, un imaginario culinario… no me cansaré de hablar de la belleza de Venezuela…
Ha comentado usted que su segunda novela, Azúcar negro, es una alegoría de la maldición del petróleo de su país…
(La historia de Azúcar negro se localiza en una aldea caribeña, en la que la leyenda de un tesoro desaparecido conmociona la existencia de la familia Otero. Los exploradores se suceden en busca del botín del capitán Henry Morgan, cuyo barco se hundió frente al pueblo trescientos años antes, cruzándose en el camino de Serena Otero, la heredera de la plantación de caña de azúcar, que sueña con otros horizontes).
Así es. En mis charlas e intervenciones en foros muy distintos del país he comprobado y encontrado gente que piensa de forma absolutamente diferente sobre el tema del petróleo. Hay quien apela a la necesidad de una literatura que denuncie, que dé nombres y cifras… Yo he preferido hacer una especie de alegoría pues así creo que llegas a más gente y pasas mejor el mensaje. Creo que es más interesante y útil escribir libros sobre la luz que sobre la oscuridad, hablar sobre las cosas participativas y entusiastas.
Es obvio que estoy muy preocupado con la situación política del país. Allá tengo a mi familia. Cómo no voy a estarlo… Pero concibo mi trabajo para hablar de Venezuela de manera alegórica, no para hacer ensayos políticos. Es verdad que ahora estoy escribiendo un libro sobre Chile, sobre la inmigración francesa en Chile, y aunque mi padre, chileno de nacimiento, fue torturado por la dictadura de Pinochet, yo sigo optando por un tono alegórico y literario que me permite expresar lo que quiero decir. Insisto en la idea de que hablar de la profundidad de Venezuela, de su verdadera identidad nacional, no es solamente situarse en un instante preciso de la historia.
¿Por qué debemos acercarnos a ese libro?
Acaso porque puede contribuir a entender algo mejor la cultura venezolana. Eso que llamamos la maldición del petróleo tiene que ver con entender nuestra cultura y lo que pasó con el petróleo, que no sirvió en su momento para sembrar y construir escuelas y universidades, para poder multiplicar las vacas en los campos, mejorar el fluido hidroeléctrico… A través de Azúcar negro acaso pueden darse cuenta de cuál es la situación política de aquel país que pienso que es una larga y lenta consecuencia de una monoproducción y una falta de organización a largo término para hacer un país más ancho y estable a través de su economía.
Con mis libros tengo la esperanza de que el lector se asome a Venezuela. De alguna forma he rendido homenaje al coraje discreto del pueblo venezolano, que aunque acaso tiene y ha tenido mala prensa, la realidad es que allí hay músicos, escritores, escultores, intelectuales que están haciendo un trabajo inmenso. Son gente increíble que pueden darle al país su fuerza e identidad y derribar determinados clichés que se tienen desde fuera. Mi trabajo es un trabajo de ficción. El de alguien que trata de desarrollar personajes. Si hay pasarelas con la realidad, perfecto, pero en la ficción también hay mentira.
¿Qué tipo de mentira?
Quien quiera escribir una autobiografía y lo quiera hacer de una manera fiel y real no pasa por la ficción, sino por el constato de la realidad. La biografía, la historia o la descripción de una situación política exigen ser fieles a la realidad. Yo no pretendo ser absolutamente fiel a la realidad pues construyo personajes que no existen y situaciones que nunca han pasado. Eso es una forma de mentir. Mi trabajo es echar un cuento. Utilizo la arcilla de la realidad para construir mi propia escultura. La ficción es mentira. Pero es curioso pensar que pasando por los filtros de la ficción a veces terminas siendo más real que lo real porque llegas a ilustrar la molécula fundamental de la realidad, que es tan compleja, tan diversa y que no tiene los pudores de la ficción. Cuando pasas por la ficción a menudo terminas hablando con más realismo que la propia realidad. Un buen ejemplo es La peste, de Albert Camus, un libro sobre la debacle de la Segunda Guerra Mundial en donde no se habla de aquella contienda y, sin embargo, hoy sigue ilustrándonos sobre aquello mucho más que otros libros que dan cifras y nombres pero que han quedado obsoletos. En definitiva creo que el escritor de ficción miente por naturaleza. Y, en el fondo, el lector le exige que mienta.
Por otra parte, ¿cómo ve la cultura española?
Es esencial. La cultura española es inmensa, así lo es, así lo ha sido y así lo será. Pero me gustaría comentar que he observado que a nivel editorial el sistema de referencia es muy distinto en España que en Francia. Aquí la tirada se pone en la calle y luego se distribuye. En Francia primero se evalúa el interés que un libro puede despertar y en función de eso se ajusta la tirada. Creo que en Francia se ha hecho un mayor esfuerzo desde la administración para ayudar a editoriales, libreros y escritores con lo que el libro tiene un mayor poder social.